Cuando doña Monsi abrió el bolso y vio que las llaves habían desaparecido, no pensó que se las hubiera dejado en casa o las hubiera perdido en cualquier sitio. Nada de eso. Ella, sin pruebas y sin atender a razones, aseguró rotundamente que alguien de nosotros se las había robado. Ese fue el comienzo de una caza de brujas en el edificio que nos tuvo toda la semana con el alma en vilo. De la noche a la mañana, la presidenta, con la ayuda de Eisi, Yeison y un ejército de nosecuántos hombres más, convirtieron el edificio en un verdadero Alcatraz.

La Padilla fue la primera en darse cuenta de que algo raro estaba ocurriendo. Nada más cruzar el portal, a su regreso del supermercado, dos tipos le arrancaron la bolsa de la mano y, de malos modos, la apartaron hacia un lado.

-Señora, tenemos que quedarnos con la bolsa para revisar lo que lleva dentro -le dijo Yeison, ascendido por doña Monsi a jefe de seguridad para la ocasión.

-¡Cómo! ¿Pero estamos locos o qué? Llevo un pulpo para preparar a la gallega.

-Señora, peor nos lo pone. No será fácil revisar uno por uno los ocho tentáculos -dijo el del pinganillo.

-Madre del amor hermoso, esto se les está yendo de las manos -se quejó la mujer.

-Y tanto -apuntó Yeison, mirando con cara de repugnancia cómo el molusco cefalópodo se le resbalaba entre las manos a su compañero.

-Por favor, señora apártese -ordenó otro de los hombres de seguridad que, en ese momento, llegaba con el cubo y la fregona que le acababa de confiscar a Carmela.

-Devuélvame mi cubo -dijo ella no muy afectada.

-Tenemos que tomar muestras. Estamos investigeitin -le explicó Yeison-. Esta máquina detectará si has estado en contacto con las llaves de doña Monsi.

-¿Y por qué no cogen también muestras de las pelusas? -propuso en un intento de que alguien terminara limpiando las escaleras por ella.

Resignada, la Padilla regresó a su piso y empezó a preparar la salsa para el pulpo a la espera de que le avisaran de que podía regresar a por él. Mientras, Carmela aprovechó para prepararse el quinto barraquito de la mañana.

A mediodía, María Victoria abrió la puerta del ascensor y, en el interior se encontró a Eisi y a dos hombres de negro. Más que el agobio por tener que compartir espacio, le molestó no poder mirarse en el espejo.

-¿A dónde vas? -preguntó Eisi.

No le gustó tanta intromisión en su intimidad pero contestó.

-Al dentista. Tengo que quitarme un empaste metálico que me hace daño -contestó y, enseguida, los dos de negro se abalanzaron sobre ella.

-¡Abra la boca, señora!

-Pero ¿qué hacen? ¡Socorro!

-Tenemos que analizar ese empaste. ¡Abra la boca!

Afortunadamente, el ascensor ya había llegado al portal y María Victoria se zafó como pudo. Allí, se encontró con el resto de vecinos, que acudimos alertados por los gritos y con la Padilla, que había bajado a ver si ya habían terminado con su pulpo.

-Voy a llamar a la Policía -amenazó Brígida, pero Eisi le arrebató el móvil y se lo entregó a uno de la cuadrilla de seguridad para que lo analizara.

El alboroto que se montó con todos gritando al mismo tiempo solo se cortó cuando doña Monsi apareció en medio de las escaleras y gritó su habitual ¡Basta!

La mujer se acercó a la multitud y pronunció cuatro palabras.

-He encontrado las llaves.

María Victoria apretó la mandíbula. Había salvado el empaste que ahora le quitaría el dentista. Carmela, miró desganada el cubo y la fregona y recorrió con la lengua cada recoveco del interior de la boca para disfrutar de los últimos restos de barraquito.

Solo un olor fétido y nauseabundo logró que apartáramos la mirada de la presidenta que agitaba aquel trozo de metal entre sus dedos como si hubiera cortado las orejas a un Miura.

-¡Mi pulpo! -gritó la Padilla, sosteniendo entre los brazos una cosa babosa en estado de descomposición.

@IrmaCervino