Hace unos días me llamó Mónica Martin, del Ayuntamiento de La Laguna. Estaba trabajando con el tema de lo de la Ley de Memoria Histórica para cambiar el nombre a algunas calles franquistas, y había pensado en ponerle el nombre de mi hermano, Pedro Zerolo, a una de ellas. Me explicó que la calle es un referente en la lucha estudiantil de los primeros años de la democracia: la calle Delgado Barreto.

Un recuerdo me estremeció y, mientras seguía explicándome el significado de esa calle, me trasladé a mi infancia. La calle Delgado Barreto es donde estaba la casa de mi abuela.

Doña Úrsula, que así la llamaban los mayores, era una mujer elegante y regia. Recogía su pelo plateado con un moño en la nuca, siempre vestía de negro y era parca en palabras. Supongo que los desastres de la Guerra Civil le habían quitado las ganas de hablar. Aunque era de Los Realejos, pronto se fue a vivir con mi abuelo Antonio a Valle de Guerra, a la Casa de Carta, hasta que el Régimen se la expropió, después de encarcelar a mi abuelo Antonio y a mi tío Luis en Fyffes.

El salón de casa Doña Úrsula era una estancia grande, con altos ventanales que daban a un pequeño jardín interior. Había una vieja máquina de coser, una radio, la mecedora de mi abuela y una mesa verde muy grande, donde pasábamos las tardes jugando con los dedales y las agujas de croché, o dónde nos ponían a dibujar para entretenernos.

Cuando el día estaba bueno, Eloísa (la señora que siempre estuvo con mi abuela), nos cruzaba la calle y nos llevaba a los jardines de la Universidad. En aquellos jardines siempre había estudiantes tumbados en el césped. Unos enamorando, otros fumando algún porro, y otros, supongo, preparando la siguiente manifestación.

Allí cuatro niños, Pedro, Conchi, Cristi y yo, pasábamos largos ratos jugando, corriendo y haciendo cabriolas. Y en ocasiones encontrábamos en el césped media peseta escapada de algún bolsillo que nos alegraba el día -¡ya tenemos para golosinas!-. Durante algunas semanas al año íbamos hasta el otro lado del parque donde había árboles de morera. Trepábamos por ellos y recogíamos hojas para alimentar a nuestros gusanos de seda.

Cuando el día estaba "gris" no nos dejaban salir. Escudriñábamos, entonces, desde la ventana lo que ocurría en los jardines. Esos días también había estudiantes en el césped, aunque ahora no estaban recostados, relajados. Permanecían de pie en actitud combativa. Se refugiaban de los grises, que en el paraninfo no podían entrar. La Policía los esperaba por fuera, para cogerlos en cuanto salieran y emplearse con saña, en esa época sí.

Y se llenaban los jardines de gases, sirenas y gritos. Y mucha gente corriendo, mientras la Policía esperaba pacientemente con sus uniformes, sus porras y sus ametralladoras.

La casa de doña Úrsula marcó nuestra infancia. Allí conocimos la felicidad y el terror, el sol y la oscuridad, pero sobre todo el cariño entrañable de nuestra abuela.

Queremos agradecer a Mónica Martín su cariño al impulsar este proyecto y, por supuesto, a todas las fuerzas políticas del Ayuntamiento de La Laguna, que unánimemente han apoyado esta iniciativa.

Nos parece que es muy buena idea ponerle Pedro Zerolo a esa calle. Y creo que a él también le habría gustado, porque esa calle es un emblema de los valores que él siempre defendió: Libertad, igualdad, fraternidad, junto con el recuerdo imborrable de la abuela que tanto queríamos.