Lo realmente incomprensible y a la vez preocupante, con respecto a lo que se viene escenificando en el Parlamento catalán durante demasiados meses ya, es que los que asistimos como meros espectadores, impávidos e incrédulos, a la representación de la farsa tragicómica de la "supuesta proclamación de la república catalana" nos acostumbremos a dicha escenificación y terminemos considerando "normal" lo que a todas luces no lo es; de hecho, sus principales líderes han confesado ante el juez: que si era una broma, que no iba en serio, que la declaración en realidad no tiene efectos prácticos y mucho menos jurídicos... en fin, una tomadura de pelo en toda regla.

Igual de preocupante es el apoyo a dicha farsa del personal y medios de comunicación comunistas-populistas-socialistas de izquierdas, incluidos los sindicatos de clase, que ya es el colmo del disparate; en su intento de "justificar" políticamente, esta deriva nacionalista hacia el continuo desafío al poder y a las leyes establecidas. De todas formas y por mucho que lo hubiéramos podido suponer, la realidad siempre se impone y es capaz de derribar cualquier barrera ideológica que nos hayamos podido imaginar.

Dicen, los golpistas y sus adláteres, que se trata de la "rebelión de la sonrisa"; que todo es pura paz y armonía, y que la violencia la dejan para el Estado; con lo cual no deja de ser una paradoja, porque es, precisamente el Estado, el único valedor legítimo del monopolio de la fuerza; y la ejerce, siempre, cuando ve atacada la legalidad, la paz y el orden social. Y en este caso, qué más quisieran los independentistas que el Estado la hubiera ejercido en su justa proporción y contundencia a los gravísimos delitos y afrentas cometidos hasta la fecha.

La denostada rebelión de la sonrisa no es más que el disfraz envuelto en una candidez democrática que generalmente encubre un desafío golpista, un chantaje e insulto permanente al Estado, a las leyes, a los jueces e incluso a sus familias. Y así juegan con la paciencia democrática del resto de los españoles, desvirtuando y tergiversando sus propias leyes y normas -como viene sucediendo en el Parlamento catalán desde que comenzó dicha farsa nacionalista-, todo ello a beneficio de su causa, dilatando el tiempo político, la paciencia de la oposición y al menos de la mitad de los catalanes, que contemplan asombrados como el presidente del Parlamento viene proponiendo candidatos a la Presidencia del Gobierno de la Generalidad a personas que no cumplen los mínimos requisitos exigidos por nuestra leyes.

Y tras la propuesta A, con el fugado Puigdemont, vino la B, con Jordi Sánchez, el que "pacíficamente" arengaba a las masas subido en el capó de un coche patrulla de la Guardia Civil; luego pasaron a la C con Jordi Turull, igualmente preso en Estremera; para una vez visto que no se iba a presentar a su investidura apostar en una opción D por una tal Artadi; pero entre medias, y sorprendidos de por la detención en Alemania de su carismático líder, el señor Puigdemont, optaron en una apuesta E, volver a intentarlo con su amado fugado-presidente. Y así, suponemos que andarán hasta que se acabe el diccionario y lleguen hasta la Z, o que tanto una buena parte de los catalanes y el resto de los españoles que vemos toda esta situación como un sainete, se nos acabe la paciencia.

No obstante, sigue habiendo personas y medios que los apoyan, los entienden y comprenden, e incluso les animan y les aplauden; los que los justifican y ven en ellos a la parte débil -victimismo puro y duro disfrazado de melancolía-, de un sistema opresor y exigente que les impone unas leyes con las que no están de acuerdo porque van en contra de sus intereses. Hablan, tergiversando las palabras, de diálogo, de transversatilidad, en resumidas cuentas, de hacer política. En esta vida todo es política; incluso el hecho de hacer cumplir las leyes y hacer funcionar con normalidad la representación popular.

Pero si algo positivo podemos sacar de esta farsa catalana es que ha puesto en evidencia que la aplicación del artículo 155 viene a demostrar que una autonomía puede funcionar, al menos económica y administrativamente, dirigida desde Madrid, y sin que haya de por medio ningún gobierno autonómico que la interfiera. Ya ven, no hay mal que por bien no venga.

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