Con la conmovida multitud compartí la llamada del papa Francisco a los clérigos para que fueran "pastores -con olor a oveja- y no funcionarios; mediadores y no intermediarios". Ocurrió en el adiós de un hombre bueno, un ciudadano ejemplar, un ser de luz, porque todos adjetivamos a nuestro modo a Juan Fernando González Martín, de sesenta años, más de la mitad con abnegados y eficaces servicios a la Iglesia y al pueblo, un pastor con olor a oveja, en suma.

Amistades cruzadas y reuniones puntuales me regalaron una relación intensa y grata en un espacio singular, tocado por el milagro: la parroquia de Los Remedios, renacida de las cenizas por el empeño popular e institucional y devuelta a su esplendor por gentes activas, como el incansable Fernando González que, desde el incendio de 1996 y desde otros destinos, trabajó sin tregua para su recuperación integral.

En los últimos otoños acudí a las fiestas patronales y seguí las mejoras y proyectos, alentados con el conocimiento y rigor de "un cura de pueblo", comprometido hasta la médula con los débiles y necesitados, con la labor pastoral, llevada con ejemplar entrega, y con la cultura en toda su extensión, que redime y eleva a las comunidades. En esos asuntos y sueños coincidimos -como en el impresionante duelo- con sus amigos el arquitecto José Miguel Márquez, autor del proyecto y director de las obras, el pintor Osman, responsable de un monumental lienzo dedicado a la Patrona, la joven alcaldesa Eva García y al vicepresidente del Cabildo Aurelio Abreu.

La historia se nutre de hitos brillantes y sucesos tristes. La noticia que comento -especialmente dura para sus hermanos Enma y Vidal, para su familia y cuantos le conocimos- tiene una faceta valiosa e insólita que nos ilumina y reconforta ante la pérdida de un hombre singular. En los anales insulares y nuestra memoria quedará la impresionante despedida, el oficio litúrgico con nutrida presencia de hermanos de sacerdocio, el cortejo concurridísimo y solemne hasta el camposanto? En un momento de la tarde, una señora, con confianza y cercanía para utilizar el diminutivo, me dijo: "Hasta la última hora, Fernandito llenó esta iglesia". Con la fe que, como virtud, tiene carácter personal, el unánime recuerdo agradecido avala su bien ganada inmortalidad.