Magia. Ya sé cómo acabar con las colas de la TF-5, el atasco en el acceso a Los Cristianos o la saturación de la terminal del Aeropuerto Tenerife Sur. Y no me he vuelto loco. La solución está en el PP, el llamado "presupuesto participativo", la gestión política que devuelve la democracia a la gente, el mecanismo que evita que "el elegido, en lugar de representar, sustituya al votante", como señaló Olívio Dutra, exalcalde de la ciudad de Porto Alegre, al principio de los noventa. Mark Stevenson, un intrépido periodista británico, viajó hasta el sur de Brasil el año pasado y entrevistó a este y a otros pioneros para entender cómo funciona el sistema después de casi tres décadas, el de los "presupuestos participativos", copiado ya por muchas administraciones públicas, incluidas la ciudad de Nueva York y nuestra querida Santa Cruz. Y se me encendió la luz.

Contexto. Detalla Stevenson el caso de Belo Horizonte, un conglomerado urbano de varios millones de personas, muchas de las cuales viven en un entorno precario y con grandes deficiencias en servicios básicos. Describe cómo el ayuntamiento calcula para cada ejercicio el "Índice de Calidad de Vida Urbana" de cada barrio, a partir de múltiples indicadores como la facilidad o no para acceder a la educación, la vivienda o la sanidad, las comunicaciones o la delincuencia. Detectado dónde hace más falta, el consistorio elabora una primera lista de actuaciones que somete al debate ciudadano. Nótese que una herramienta de este tipo introduce objetividad en las decisiones políticas, pura tecnocracia pensará usted, pues no; veremos cómo ayuda a afianzar la democracia.

El cenit. Esa primera relación, junto a las propias que surgen de la participación popular, se discuten, unos proyectos se eligen y otros se descartan. Como siempre hay restricción presupuestaria, las iniciativas seleccionadas compiten entre sí y finalmente solo se ejecutan las que más apoyo reciben de entre los propios participantes. Y en este punto es cuando el proceso democrático alcanza su cenit, simple e implacable, porque para culminar la selección todos se suben a una guagua y recorren uno a uno todos los barrios en donde cada promotor explica el porqué y el para qué de su propuesta. Lejos de insistir con egoísmo en inversiones que les beneficiarían directamente, las personas normales, por lo general, se pliegan a la evidencia y ceden prioridad cuando constatan que alguno de los problemas que se pretende resolver es mucho más acuciante que el defendido. Dos al precio de uno: democracia y solidaridad.

A la guagua. Imagínese las posibilidades que tiene el método. Que el presidente del Cabildo de Gran Canaria sostiene que la carretera de La Aldea exige el mismo esfuerzo presupuestario que el cierre del anillo insular de Tenerife, pues lo montamos en la guagua y lo llevamos al Puerto de la Cruz -a él y a todos los vecinos de San Nicolás-, los invitamos al Loro Parque, a un helado y a pasar la noche, y los traemos de vuelta a coger el barco a primera hora para que disfruten en compañía de los miles de conductores durante las varias horas de caravana. Que en las Cortes no entienden la necesidad de dotar y cumplir el convenio de carreteras con Canarias, pues a la guagua -a sus señorías y todos los vecinos de Zamora- por la Autovía Ruta de la Plata primero y después de amanecida por Acentejo, por comparar.

Empatía. Y así con todo: mostrar el abandono. Participación ciudadana y responsabilidad colectiva, ni populismo ni neoliberalismo, se acabó la política convencional. Una nueva (vieja) forma de prosperar: corregir primero lo que está peor.

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