Controlados por la lista de la escuela parroquial, los chicos acudíamos en fila a una ceremonia larga y grave que se celebraba cuarenta días antes del Domingo de Ramos. De la parroquia del Salvador salíamos con la frente manchada con la señal de la cruz y unos optábamos por la eliminación de la prueba para complacer a los descreídos, y otros por significarse en la fe militante que, también, tenía premio público o burla escondida.

Cuaresma se vertebró en un complejo proceso entre los siglos IV y VII y, en el último, se definió en fechas y formas y superó, con su signo y morfología, la ola reformista del Concilio Vaticano II (octubre de 1962-diciembre de 1965), convocado e iniciado por el canonizado Juan XXIII y culminado con voluntad y talento por el incomprendido Pablo VI. El evento, que marcó la centuria católica, no afectó al sombrío ritual, que estaba en su cenit cuando los párvulos del nacional-catolicismo nos movíamos entre la amenaza del pecado y el imperio del deber y en la casa y en la clase encargaban de recordarlo a cada instante.

La ceniza utilizada procedía de la quema de las palmas secas que adornaron la entrada triunfal del Mesías en Jerusalem. La liturgia contiene ecos remotos de las culturas mediorientales y del Antiguo Testamento; representaba la fugacidad de la vida y la fragilidad de los cuerpos y, con el evangelio de Mateo de pauta, enumeraba los sacrificios y penitencias que eran gratos a Dios. Como la sonora misa preconciliar, la fórmula de la imposición, por la fuerza de la memoria infantil, la recuerdo en pomposo latín: Memento, homo, quia pulvis es, et in pulverem reverteris.

Tras el culto y la clase, sabíamos lo que nos aguardaba en nuestras casas, que iniciaban el ciclo de ayuno; todos los viernes sin carne y, en familias radicales, sin postre; pescados, frescos y salados, legumbres, verduras y hortalizas y huevos duros en el menú. Según Federico Sainz de Robles, inolvidable cronista de la Villa y Corte, por esas restricciones el Entierro de la Sardina nació con signo anticlerical: "No solo protestaban por el pescado en mal estado que, por orden de Carlos III, sepultaron en la Ribera del Manzanares, sino también por el poder del clero que, con el rigor de la dieta, se imponía a la autoridad real", me contó en una entrevista. Hoy, por cierto, se celebra.