En el verano de 1814, un militar británico llamado Arthur Wellesley, que sería más conocido por su título de duque de Wellington, paseó por los mismos parajes que hoy disfruta Puigdemont: un Mont Saint Jean que es en realidad una pequeña ondulación del terreno, cultivado entonces con trigo y cebada, y el bosque de Soignes, espeso e intocado. En junio del año siguiente, en las cercanías de esos lugares hoy llenos de viviendas, un emplazamiento conocido por Waterloo se convertiría en el escenario de una serie de enfrentamientos militares en los que Napoleón sería vencido por segunda y definitiva vez y volvería de nuevo al destierro, que en esta ocasión sería su tumba. Que Carles Puigdemont haya elegido una lujosa residencia precisamente allí es una de esas extrañas maneras que el destino elige para enseñarnos los dientes en una sonrisa.

Puigdemont, como Napoleón, se considera ungido por la historia para llevar a cabo una extraordinaria tarea. Como el corso, está viviendo la actualidad de sus compatriotas desde el exilio y piensa que están deseando y esperando que vuelva como agua de mayo. No es lo que parece actualmente. Muy al contrario, la investidura de Puigdemont está naufragando en el mar de lo imposible. Y conforme pasan los días, la situación se vuelve más y más incómoda y el bloque soberanista empieza a considerar otras alternativas.

Esta realidad está produciendo devastadores efectos, similares a una resaca de absenta. El jefe de prensa de Puigdemont, Joan María Piqué, ha dicho que "hay tanta distancia, e incluso un poco más, de las Canarias a Madrid como de Barcelona a Bruselas". ¿Y eso qué quiere decir además de qué el señor Piqué no tiene ni puñetera idea de distancias? Pues vaya usted a saber. En teoría lo que el entorno de Puigdemont está defendiendo ferozmente es que se puede ser presidente y se puede dirigir un país desde 1.350 kilómetros de distancia porque Mariano Rajoy es presidente de España y Canarias está a 2.000 kilómetros de Madrid.

A la gente le encantaría que los presidentes, los ministros y los políticos se fueran a freír puñetas lo más lejos posible. Pero es un sueño que saldría carísimo. Puigdemont le está costando a los suyos la yema de uno y la clara del otro. Sólo el chalé, unos cuatro mil y pico euros de alquiler al mes, sin contar los sueldos de la corte que le rodea. Y que el presidente de tu país esté dirigiendo tus destinos desde una capital extranjera, Rabat o Bruselas o San Borondón, es una imagen muy poco edificante, sobre todo a la hora de pagar impuestos.

La desesperación hace que la gente diga disparates. Y cada vez mayores. De la investidura a través de una pantalla de televisión, una payasada jurídicamente inviable, se ha pasado a una sorprendente bicefalia. El último grito del plan independentista es el siguiente: se elige un presidente formal y legal en el Parlamento que, naturalmente, no será Puigdemont porque está fugado. En paralelo, una nutrida representación de los diputados independentistas eligen presidente a Puigdemont en un acto no oficial, pero de gran valor ético. Conclusión: tenemos un presidente jurídicamente legal sentado en la Generalitat y tenemos un presidente moral, elegido por los independentistas, en Bruselas. El segundo le daría órdenes al primero y este las obedecería lealmente.

¡Díganme ustedes si no es entrañable! ¡Díganme, con el corazón en las manos, si no les despierta una enorme ternura ver la inmensa inocencia que reside en el alma del independentismo! ¿De verdad se cree Puigdemont que ese artificio le va a convertir en presidente? ¿De verdad se piensa que su "alter ego" en el Palau de San Jordi va a prestarle obediencia canina incluso en aquellas medidas que supongan un desafío al Estado y, por ende, la posibilidad de ir al talego? ¿Es que no ha aprendido nada viendo al presidente del Parlamento, Roger Torrent, que se plantó para decirle que ni de coña iba a celebrar un pleno para que tomara posesión a través de una pantalla de plasma?

"El plan de Moncloa triunfa, esto se ha acabado". El mensaje de Puigdemont se revela como la última gran verdad. El plan de Moncloa es esperar sentados. Y el de los independentistas, darle una patada en el culo a Puigdemont con la máxima suavidad posible. Si le nombran presidente "moral" en el exilio va a ser eso. Como darle a un niño una chapa de policía honorario que venga en las latas de Colacao. Y con el mismo valor, aproximadamente. El Napoleón de Playmobil, delante de la chimenea, se dará cuenta, dentro de muy poco, de que está viviendo en Waterloo en más de un sentido. Y como el corso, se dará cuenta tarde.