A la mayoría de la gente no le importa ni poco ni mucho la televisión autonómica, pese a que ponemos cada año casi cuarenta millones de euros en ese proyecto. Pero si existe una comunidad en España donde se justifica la existencia de un medio audiovisual público, ese es un territorio fragmentado y disperso como el nuestro.

En su día, el Parlamento de Canarias decidió arrebatarle al Gobierno el control de la tele pública, básicamente para que dejara de ser una herramienta de propaganda del Gobierno de turno. Hicieron una nueva ley y se convirtieron en el órgano de control de la casa. Pero todo lo que tocan los partidos políticos en las Islas, en vez de transformarse en oro, se convierte en una "merdé" imposible.

El Parlamento elige al presidente del consejo de la radiotelevisión y a los consejeros, aprueba sus presupuestos, define las líneas generales de programación y tiene una comisión que, al menos en teoría, controla su funcionamiento. Si la tele se ha convertido en una polémica, en un desaguisado y en un follón, es un mérito que hay que atribuirles por méritos propios a los partidos políticos y a sus parlamentarios.

Nunca como hoy la televisión ha estado más politizada y sus profesionales más expuestos al descrédito y los vaivenes de los intereses de los partidos. Durante meses y meses, dos vacantes del consejo de administración han estado sin cubrirse. Y cuando finalmente surgen dos personas que aceptan ser propuestas, el debate para su nombramiento se ha encharcado en un légamo de acusaciones cruzadas y retrasos inexplicables.

La ley que rige los destinos de la tele es mala como un dolor de muelas. Sus señorías tuvieron la ocurrencia de diseñar un consejo rector donde no se cobra y se es incompatible con casi todo. Es decir, exactamente lo contrario de lo que ocurre en la actividad parlamentaria. Pero, encima, a los consejeros del gratis total los han convertido en una pelota de frontón que se lanzan del uno al otro, con el mismo olímpico desprecio con el que se maltratan a sí mismos y devalúan el ejercicio político ante la ciudadanía de las Islas.

Para salvar la televisión canaria del desastre sólo cabe una reforma y una ley simple y clara. Lo saben todos, a pesar de que nadie hace el menor esfuerzo por iniciar el proceso. Ahora mismo, la preocupación de los partidos es pedir el cese de un director que se va a ir en mayo, porque le toca. Como si adelantar la salida de Negrín un par de meses fuese la piedra filosofal que solucionará todos los problemas. Pero ese es el destino de la política canaria: ya sea la utilización del gas como combustible, la reforma electoral o la televisión de todos los canarios, perderse en una discusión inútil en la que nadie se preocupa más que de sus propias nalgas electorales.