Dicen que los bancos son unas entidades que te ofrecen un paraguas cuando hace sol y te lo quitan cuando llueve. Un buen gobierno está llamado a hacer justo lo contrario. Invertirá en paraguas cuando hace buen tiempo y se los dará a los ciudadanos cuando empiece el aguacero.

Los gobiernos no están obligados a crear una sociedad de iguales. La igualdad es imposible. Los economistas comparan la sociedad con una competición deportiva. Se dan unas reglas para todos, se coloca un árbitro que garantiza que se cumplan las normas y entonces sólo el talento, el esfuerzo o la técnica de un deportista o de un equipo marcan la diferencia. Sería ridículo que todos los partidos de fútbol terminaran obligatoriamente en empate. Igual de ridículo que ver una competición de cien metros lisos donde todos los atletas estuvieran obligados a llegar al mismo tiempo a la meta.

Es evidente que en el deporte suelen ganar los mejores. Y que en la vida y en la actividad económica, aquellos que ponen más empeño, que tienen más talento o simplemente que disfrutan de más suerte, a veces consiguen destacar sobre el resto. Pero la sociedad no es una competición. Hace muchos años que las democracias sociales de mercado decidieron que la prosperidad tiene que repartirse de forma que aquellos que, por cualquier razón, atraviesan dificultades, sean ayudados por los demás. No se trata de hacernos iguales, sino de que nadie carezca de lo mínimo para su vida.

La razón del estado fiscal es la existencia del propio estado. Se recaudan impuestos para devolver ese dinero en forma de servicios universales y gratuitos. La perversión del sistema es que se gasta demasiado en árbitros. Los encargados de hacer que las reglas se cumplan y que todo el mundo contribuya se han convertido en una burocracia que ha hecho su profesión de la intermediación entre la prosperidad y la necesidad. Las administraciones públicas, con nuestros impuestos, hacen carreteras, redes ferroviarias e infraestructuras, organizan los servicios de salud y de educación y atienden a los más necesitados. Hacen todo eso y nos cobran una parte del dinero que pagamos en impuestos. A veces demasiado.

Con el tiempo, esa gran burocracia se ha vuelto tan extremadamente cara que a veces gasta tanto en pagarse por sus gestiones como lo que dedica a servicios. La democracia es muy cara. Y encima, las reglas no suelen ser igual para todos porque los árbitros -la administración pública, políticos y funcionarios- se vuelven permeables a las influencias de grupos de presión o grandes agentes económicos que obtienen ventajas, en forma de legislación o exenciones fiscales, que no llegan al resto de los competidores. Es una de las peores grietas del estado del bienestar.

La segunda gran grieta está afectando a uno de los pilares del edificio: la paz social de nuestros modernos estados se basa en que atendemos a quienes dejaron de trabajar después de pagar durante décadas sus impuestos y asegurarse un retiro. Eso está hoy en peligro.

Estamos aumentando la producción, necesitando para ello menos trabajadores. Para ver un ejemplo no hace falta ni salir de Canarias, donde nuestro Producto Interior Bruto (PIB) es superior al del año 2008 con cincuenta mil trabajadores menos.

La revolución femenina de mediados del siglo pasado hizo que las mujeres dieran un paso adelante para rebelarse contra una especie de esclavitud doméstica: accedieron a la universidad, al trabajo y a la plenitud personal. Y duplicaron la mano de obra disponible. Y esa revolución histórica coincide con el despegue de la tecnología y con la llegada de internet. El contable de los manguitos hoy se llama Excel. Como la suya, miles de profesiones han desaparecido tragadas por la modernidad. La incorporación de la tecnología está sustituyendo mano de obra. Las listas del paro nunca se terminan de reducir y al existir un excedente de trabajadores disponibles, los sueldos caen. El viejo sistema de pensiones está haciendo agua por todas partes y amenaza con hundirse. Diez millones de personas dependen del Estado para sobrevivir, pero los sueldos de los que trabajan no llegan para llenar la caja de la que hay que pagar cada año ciento veinte mil millones de euros.

Los recortes del carnicero siempre son con el cuchillo. Para afrontar la que les está cayendo, los gobiernos han optado por congelar el crecimiento de las pensiones. Pero ni aún así. La caja donde estaban las reservas de todos los que habían pagado antes -en los años felices del boom económico- se ha terminado vaciando. Estamos en pelota picada y ante el hecho de que habrá que pagar las pensiones echando mano de los impuestos. El gran fraude que nos espera, dentro de no mucho tiempo, será el anuncio de una bajada general de las pensiones como única manera de salvar el sistema. Millones de trabajadores que hemos alimentado el sistema nos quedaremos con la sensación de haber hecho el primo. Que es exactamente lo que resultará que hicimos.