Los números asustan. Desde 2003, que se comenzó a llevar registro, el número de víctimas mortales de la violencia machista asciende a 944 mujeres y niños. Más que las ocasionadas por el terrorismo de ETA y en mucho menos tiempo. Solo en 2017 fueron asesinadas 48 personas, aunque la cifra podría aumentar hasta 52 en caso de confirmarse los casos que aún están siendo investigados. La última la semana pasada. Aquí al lado. En Los Realejos. La primera de 2018.

Los sociólogos hablan de una especie de muro invisible que separa a las generaciones más jóvenes de los mayores. Menos salarios. Más estudios, pero muchas dificultades para salir adelante. Pero encima está el otro muro: el muro visible. El del terrorismo machista. Ese muro que en su parte más alta se afila y se convierte en agresión, en insulto, en sangre. Sus cimientos están pegados al suelo, fuertemente enganchados en la sociedad.

No distingue de edades. Mujeres, jóvenes y niñas discriminadas por igual. Las adolescentes lo están denunciando. Ellos se creen con derecho a controlarlas a través del móvil. Como si fuesen su posesión. Todo les cuesta más a ellas. También menos salarios. Menos cargos de responsabilidad y todas las cargas.

En los hogares, en las familias, en las relaciones. Ellas están obligadas a ser las intuitivas, las que resuelven. Un millón de veces al hombre ni se le espera ni comparece. Los estropajos no dan calambre. Ni la fregona quema. ¿Acaso muerden las lavadoras? No. Los que muerden son los cabritos que agreden -perdón por quitarles años-. Los depredadores. Esos que vamos alimentando entre todos con el trato diferenciado, cuando pensamos que nuestras hijas pequeñas son princesas de un cuento que no existe, cuando aceptamos, por ejemplo, que nuestras hermanas recojan la mesa.

Hay que cambiar la educación. Hay que cambiarlo todo. No puede seguir habiendo individuos que crean que las mujeres están ahí para ellos. Que no entienden un no. No es no. No, dos letras.

Yo no recuerdo sentir miedo al volver a casa de noche. Ellas sienten terror. Desde chicas. Saben lo que es. No tienen los mismos derechos. Y se les multiplican los deberes. Ese miedo que recorre la espalda como un iceberg y que solo lo puede contar una chica tras regresar de madrugada a su casa por calles o caminos vacíos. El eco de unos pasos. Es el terrorismo machista el que habla en esos momentos. No tiene otro nombre. Y todo lo que hagamos para que no haya más Dianas, Martas del Castillo... se quedará corto.

A rebufo de estas desgracias se ha abierto el debate sobre la cadena perpetua revisable. En España esta medida se implantó en 2015. Duró poco. Pronto la recurrió la oposición al Tribunal Constitucional. Las democracias avanzadas de Europa, y sobre las que no pesa atisbo de duda en su respeto a los derechos humanos, contemplan la figura de la cadena perpetua en sus códigos penales: Italia, Alemania, Francia, Reino Unido...

Los cuarenta años de franquismo nos han ocasionado traumas serios. Somos una sociedad tan acomplejada que podemos ver como algo estupendo hacerse fotos con Arnaldo Otegi y mal que se monten belenes con el niño Jesús en los ayuntamientos. Somos un pueblo acomplejado. Y esos complejos empujan a algunos a pensar que son moralmente superiores al resto opinando lo que opinan. Hay mil casos. Mil casos que podrían llevarnos a pensar que los delincuentes son gente estupenda y a ningunear a sus víctimas.

Pues... qué quiere que le diga, los que pensamos que la cadena perpetua es necesaria y justa no somos peores que los que piensan lo contrario. No hay por esto superioridad moral de unos sobre los otros. Así que, si usted piensa lo contrario, se lo respeto -por supuesto-, pero los que pensamos que la gente perversa debe estar alejada, por siempre, de la buena gente... somos igual de respetables. Tan de izquierdas o derechas como los de izquierdas o derechas de otra opinión. No es esa la línea que separa. O no debería.

Feliz domingo.

adebernar@yahoo.es