El concejal de Cultura de Santa Cruz, cuyo nombre, como el de algún lugar de La Mancha, no se recuerda mucho, es un plácido habitante de la nada; como el responsable de rías navegables de Cuenca. Tiene a su cargo una cosa que no existe y por la que nadie siente el menor interés.

Los fines de semana, la Muy Benéfica, Noble, Leal e Invicta capital de Tenerife se convierte también en Muy Desierta. En su proclamada vocación turística, Santa Cruz es también un plató de cine: los guiris deambulan como zombis de "Walking Dead" entre bares cerrados y calles vacías. Al pequeño comercio capitalino le va tan bien que no necesita partirse el alma los fines de semana intentando vender a los extranjeros. Vamos sobrados.

En el desierto, encontrar el Museo Municipal tiene mucho mérito, porque lo han escondido casi perfectamente, pero el pasado fin de semana unos turistas italianos, seguramente avezados exploradores, dieron con él. Vendrían tal vez atraídos por el reclamo oficial de que allí se encuentran tres cuadros de gran valor: uno de Jan Brueghel, otro de Ribera y uno de Sorolla, que tiene rima. Para desgracia de los italianos, esos tres cuadros, los más valiosos del Museo Municipal, no están expuestos. La primera en la frente.

Sobreponiéndose a la decepción, pidieron una guía del museo para ver las obras disponibles. Pero en Santa Cruz, ciudad turística, el Museo Municipal no tiene guías en inglés, francés o alemán. Tiene un sobrio cartón amarillo impreso exclusivamente en castellano, donde se enuncia, con legítimo orgullo, una serie de generalidades sobre el alto valor cultural de los fondos municipales.

Describe, por ejemplo, que en la planta baja está la sala dedicada a Pedro González. Existe un pequeño inconveniente: la sala está cerrada. No hay cuadros. Así que todo el largo párrafo dedicado a destacar la figura del tinerfeño es un elogio "in absentia" para alguien que no está, no sabe y no contesta. Si superas la decepción y subes al primer piso te encuentras una sala con el Tríptico de Navas y al lado una puerta de hierro de un garaje colocada contra una pared, como símbolo sin duda de los arabescos en el herraje funcional del siglo XX. Detrás hay una sala plagada de esculturas colocadas sobre palés de madera, un subliminal mensaje de que la cultura llega a las Islas a través de sus puertos. No existe un puñetero cartel que te explique qué es la puerta o qué significa cada escultura y el ocioso detalle de saber quién la hizo.

Pero que no te extrañe, porque esa es la tónica imperante en todas las salas. Aunque el sábado había una cerrada por falta de personal. Los cuadros están colgados de las paredes sin un cartel que explique la obra y el autor. Para acceder a ese arcano conocimiento hay unos cuatro folios plastificados que puedes coger para intentar descubrir, en el galimatías escrito en una especie de sudoku, cuál es el cuadro que estás mirando. En español, naturalmente. Si eres turista te jodes. Como debe ser. Somos una capital turística, pero de risa.

En la segunda planta se exponen también creaciones fotográficas y audiovisuales anunciadas en una burda fotocopia de papel de impresora y mezcladas con los venerables lienzos. Unos y otras expuestos sin gusto, sin información, sin orden, sin sentido..., algo tan nuestro que da escalofríos. "Pugnamos por un arte que descubra claramente nuestra realidad", asegura una frase en un "collage" de los Pintores Independientes Canarios. Oye, pues no se maten. Objetivo conseguido. Aquí, colgado como un calendario, el retrato de un ignoto caballero del siglo dieciocho del que no te dan ninguna referencia y al lado un proyector emitiendo imágenes de una playa, con el cable de la electricidad corriendo por el suelo y colgando de la pared. Nuestra realidad no puede estar más descubierta ni más desnuda.

Una realidad que algunos no atisbaron. En una esquina del museo está el cartel original del Carnaval de Santa Cruz, de César Manrique. En él, escrito de su puño y letra hay una frase: "Para el ejemplar Parque Cultural Viera y Clavijo, para que siga sembrando conocimiento y cultura. Con mi gran admiración". César no imaginaba que lo que único que se podría sembrar hoy en el Viera y Clavijo son papas.

Para el perplejo visitante, que navega entre tanto desconcierto y la falta de información, el resumen profundo de nosotros mismos está allí mismo, en el centro de una sala. Sobriamente erguido, en una mesa, yace un viejo tocadiscos con algunos vinilos. Óscar de León, la Sonora Ponceña... Te recorre un escalofrío imaginando a Maluma bailando allí mismo con la princesa Guacimara. Todas las claves de lo que somos: la chapuza, la desidia y la salsa, flotando amalgamados en el abandono.

Te vas con tu melancolía. Al fondo un enorme cuadro de la conquista y al lado el merengue. No existe mejor alegoría para esta ciudad de museos escondidos y despoblados, cuyo máximo apogeo social es un gigantesco pedo colectivo, multicolor y callejero. Fin de la visita. Amén.