Es tal el trasiego de idas y venidas de los jueces desde la toga a la política y la política a la toga que a veces se lían y hacen una cosa cuando deberían estar haciendo otra. Cuando uno se lee el auto del juez Pablo Llarena sobre la famosa euroorden de detención de Puigdemont, lo que se encuentra, precisamente, es un auto que tiene más de política que de justicia.

El magistrado establece que el presidente ausente, feliz comedor de mejillones en Bruselas, no decidió ir a Copenhague, en Dinamarca, para dar una conferencia (donde por cierto le dieron hasta en el carné de identidad), sino que se trataba de un señuelo que pretendía provocar la orden de detención para, una vez en manos de la justicia española, poder acogerse al derecho de delegar su voto y/o acudir a la sesión de investidura. "La jactancia del investigado de ir a desplazarse a un concreto lugar no tiene otra finalidad que buscar la detención y burlar el orden legal que rige la actividad parlamentaria", señala el juez. O sea, una ladina trampa en la que la eficiente justicia española no cayó.

Uno es que, al final, se hace la picha un lío. ¿Cómo que una trampa? Lo que piensa un enorme porcentaje de ciudadanos es que Puigdemont hace ya tiempo que debería estar detenido. Y aún suponiéndole al fugado muy poco seso, si quisiera ser detenido lo tiene tan fácil como plantarse en el aeropuerto de Barajas y convocar una rueda de prensa. ¿Es que si el huido Puigdemont aparece en España no va a ser detenido inmediatamente? ¿Cuál es la diferencia con detenerlo en Dinamarca?

La tragicomedia catalana, que no hace más que enredarse, avanza hacia nuevos escenarios surrealistas. Sin los votos de los fugados a Bélgica, la investidura de Puigdemont es imposible. El Gobierno de Mariano Rajoy nos dijo, en su día, que el referéndum del 1 de octubre de 2017 no se iba a celebrar. Pero aparecieron las urnas y se abrieron los colegios electorales y la policía española tuvo que partirse la cara para intentar impedirlo. Fue una chapuza monumental. Lo que no iba a pasar finalmente pasó de muy mala manera. Ahora el Gobierno de Rajoy nos asegura que Pulgarcito y los cuatro fugados no podrán votar en el Parlamento catalán. Sería un escándalo de proporciones bíblicas que el día del pleno apareciera en el salón de sesiones el amigo Puigdemont, con o sin peluca, para montarse el número, resultar elegido presidente y salir para ser detenido como tal a las puertas de la asamblea catalana. Esa foto, que daría la vuelta al mundo, sería el segundo fracaso antológico del Gobierno español. Con la investidura de Puigdemont no está en juego solamente el futuro de Cataluña, sino la credibilidad de este Gobierno. Rajoy se la juega.