Ante las quejas por los cambios llevados a cabo en el edificio durante nuestra ausencia, la presidenta convocó una reunión donde nos informó de las últimas novedades, pero en la que se negó a atender nuestras súplicas de cerrar la peluquería. Carmela es la más combativa en este asunto porque, además de las pelusas, ahora debe luchar contra bolas de pelos enmarañados que revolotean por las escaleras. En cuanto a Yeison, el hijo de Rita la peluquera y al que ha contratado como recepcionista del edificio, nos explicó que él se encargará de controlar y coordinar las entradas y salidas.

-Lo hago por la seguridad de todos -se justificó doña Monsi, cuando Bernardo se quejó de que llevaba tres noches sin poder hacer su turno con el taxi.

-No es normal que yo no pueda salir a trabajar porque el niñato este no está en la recepción.

Doña Monsi alegó que Yeison no puede estar de servicio 24 horas y nos acusó de inhumanos.

-¿Y si alguna de nosotras se pone de parto a las cuatro de la madrugada? -preguntó Brigida, y todas nos miramos de arriba a abajo, pensando que eso ya no era posible en nuestro edificio.

-Bueno ¡Basta ya! -interrumpió doña Monsi-. He gastado un dineral para que vivan en un edificio moderno y seguro ¿Y es así cómo me lo agradecen?

La presidenta dio por terminada la reunión.

Esa misma tarde, cuando Eisi se disponía a iniciar su siesta de cinco horas, un grito por megafonía retumbó en las paredes del edificio.

-¡Ese o ese! ¡Ese o ese!

Asustados, salimos a las escaleras.

-Pero ¿quién está gritando? -preguntó Carmela.

-Es Yeison -confirmó Úrsula.

-¡Ese o ese! ¡Ese o ese? -repetía el recepcionista, como si no hubiera un mañana.

-Bueno, ¡vale ya! Este, ese o aquel. El que te dé la gana -se quejó la Padilla, más recuperada de su triple rotura de costillas.

Como la machaconería no cesaba, bajamos al portal y, allí, encontramos a Yeison haciendo toda clase de gestos como un loco.

-¡Estop in de neim of god! -dijo él.

-¿Qué ha dicho? -preguntó Carmela.

-Uf, creo que te ha insultado -contestó Eisi.

-He dicho ¡alto en el nombre de Dios! No se acerquen a la peluquería. Estamos en danyer- insistió el joven parapetado tras el mostrador.

-Pero ¿de qué va esto? O te aclaras o te aclaro -dijo Eisi, embutido en aquel pijama a rayas, que no infundía ningún respeto.

-Estamos en código rojo. A red coud. Hay una clienta en la peluquería que no para de estornudar como una loca, así que he cerrado la puerta para evitar que propague el virus de la gripe por el edificio. Y es por eso por lo que estoy gritando ese o ese. Es lo que hacen en las películas cuando piden auxilio, ¿no?

-Este niño es tonto -comentó la Padilla, que, superada por la situación, cogió el ascensor para regresar a su piso.

-¿Quieres decir que estamos en riesgo de contagio? Entonces, abre la puerta de la calle de una maldita vez -ordenó Carmela a Yeison-. Anoche terminé de coser mi disfraz y, como no lo pueda estrenar en Carnavales, no respondo de mis actos.

Yeison se atrincheró en la portería y se negó a desbloquear la puerta.

-De aquí no sale nadie hasta que no vengan los de Sanidad. Cualquier movimiento en falso hará que el virus se propague evrigüer. Lo que significa, por todos lados, señora.

Carmela solo pensaba en las 824 lentejuelas que había cosido, una a una, la noche anterior, con lo que empuñó la fregona y, apuntando al recepcionista, le obligó de nuevo a abrir la puerta. Mientras tanto, en el interior de la peluquería, Rita insistía en que la dejáramos salir.

-Por el amor de Dios, Yeison. Soy tu madre -gritó desolada.

Sin pensarlo, y más por las ganas que tenía de irse a dormir la siesta que por un acto heroico, Eisi se lanzó contra la puerta de la peluquería y la derribó de una patada. Entre toses y estornudos, la infectada, cual alma que lleva el diablo, salió corriendo, cruzó el portal y huyó.

Desde entonces, en el edificio, todos estamos en cama contagiados con el virus.

Bueno, todos menos la Padilla, que no ha salido del ascensor.