Para lagunear tanto valió siempre una esquina como el socaire de cualquier portal, pero sobre todo deambulando sin prisas, y por lo común con largas pausas, por calles, callejuelas o callejones adormilados bajo la sorimba invernal o el aire suave de las noches de estío o la quietud de los atardeceres dorados del otoño. Lagunear no es simple paseo despreocupado, un matar el tiempo sin más. Lagunear es un peripatético ejercicio de ahondamiento en lo entrañable de la ciudad, una manera de enhebrar preocupaciones e ilusiones, compromisos y querencias, una forma tan natural como eficaz de ir desgranando afectos, crítica, esperanzas, desengaños, ironía, logros, humor y, sobre todo, de irle abriendo camino al futuro que cada uno sueña para la ciudad. Sin prisas. Igual si llueve que si el silencio de la noche le pone sordina al temblor de los árboles arrebujados en sus copas.

El verbo lagunear nació en los primeros años sesenta del siglo anterior. Varios universitarios, desasosegados por cómo andaba de estancado y pudriéndose el país, y todos -Alberto de Armas, Alfonso García-Ramos, Victoriano Ríos, Gumersindo Trujillo, Alonso Fernández del Castillo, yo mismo, y alguno más que la memoria no atina en estos instantes fijar-, con sensibilidades, ideologías y proyectos políticos y personales diferentes, diversos, fuimos capaces de comprometernos, tras no poco lagunear, en la recuperación, con paciencia bien calculada, del foro imprescindible para la tarea de concienciación progresiva de una sociedad como la de entonces, narcotizada por el sistema político imperante cuando no atemorizada y acallada, y logramos rescatar, en una maniobra un tanto audaz, el Ateneo y su tribuna, secuestrados uno y otra por el poder.

La tertulia de los viejos ateneístas -el profesor Peraza de Ayala, el letrado García Padrón, el novelista Tomás González, Arístides Ferrer, Lorenzo Buenafuente, Artemio González, varios asiduos más-, único foco de dignidad, que se mantenía recluido, tuvo una cuota nada desdeñable, más bien importante, en la sigilosa operación, que dio finalmente el resultado que ellos y nosotros pretendíamos. Sin aquel puñado de tertulianos disidentes poco o nada se hubiese podido hacer. Pero, en todo caso, fue un atrevimiento de gente joven, después de un lagunear en apariencia sosegado pero en el fondo tenso y hasta desafiante en algunos momentos. Porque lagunear no siempre fue tarea placentera.

Cierta noche -escenario para espías torpes apenas encubiertos- uno de ellos se atrevió a preguntar qué hacíamos a aquellas horas, con tanto frío y oscuridad.

Victoriano, el corpachón del grupo y el de mayor empaque y aparente seriedad, le respondió sin pestañear:

-Laguneando un rato?

El neologismo de Victoriano hizo fortuna pronto. Y aunque la RAE no lo haya incluido hasta ahora en el diccionario, ha terminado por ser de uso bastante común y, como ocurre con todo vocablo que echa raíces y cobra arraigo, ha acabado por aplicarse a funciones, sensaciones y emociones muy dispares. Hasta para alguna operación comercial se ha echado mano de él.

Pero en su acepción primigenia, la en verdad ajustada a su origen, lagunear -lo he escrito en otra ocasión- es un acto de amor y de fidelidad a la ciudad madre de la Isla, un irle estrujando su esencia, saboreándola; una forma acendrada de fe en lo que es y en lo que debe ser, al tiempo que se van enhebrando sutilmente afectos, devoción, compromiso.

He querido recordarlo ahora que Victoriano Ríos acaba de retornar para siempre a lagunear en la memoria de La Laguna que amaba.

*Periodista y cronista oficial de San Cristóbal de La Laguna