La imagen de un niño pegado al bote de leche condensada pertenece a épocas de desconsuelo. Actualmente, la ingestión de grandes dosis de azúcar no es ocasional y se camufla en nuestro "habitus" a base de refrescos burbujeantes, dulces de todo tipo y comidas precocinadas y azucaradas. Siguiendo el guion dictado por grandes industrias multinacionales, imposibles de seguirles la pista fiscal, convenidas en engordar la adolescencia, los chiquillos compran las golosinas al peso con el problema de que, ahora, a diferencia de los que nos pegábamos al bote de leche condensada, el barrio ya no es infinito, como la calle donde yo nací (Pedro Infinito); ahora, las actividades extraescolares son la hoguera de las calorías, tienen un tiempo limitado y hay que pagarlas.

La obesidad y sus enfermedades asociadas no es un problema individual, es una patología social. En esto, como en otras maldades, los canarios somos la bomba, unos "cracks". Sin embargo, la facilidad con que abandonamos nuestra dieta no se debe a la renuncia consciente a nuestra cultura, ni a que hayamos razonado colectivamente entregarnos en los brazos de la globalización capitalista o puro imperialismo cultural, según se mire, de la "fast food"; se debe al incremento de la miseria que nos atenaza. Porque la cifra del 44,6% de pobreza y exclusión tiene el mayor poder patológico silente y guía nuestros pasos hacia la insalubridad física y mental. Y como quiera que afecta a la mayoría de la población, es necesario convertirlo en un problema político y orientar a las instituciones a estar a la altura, igual que lo estuvieron cuando problematizamos fumar.

Poner freno a la obesidad y la diabetes debe ser una prioridad institucional y, aparte de una mayor educación nutricional, una recuperación de lo mejor de nuestra dieta canaria tradicional, de arrancar compromisos a la industria alimentaria que vende y produce en Canarias para que limiten la porquería deben ser tareas inaplazables. Ahora bien, para que esto sea un problema social debe ser objeto de debate cotidiano, debemos ponerle el foco encima, debemos ponerlo en el punto de mira de las instituciones. Lo que atenta contra nuestra salud debe ser sancionado de alguna manera, el coste sanitario en medidas paliativas, en vidas, pero también el malestar social es tremendo, y por lo tanto debe ser gravado igual que otras actividades y consumos de riesgo para la salud de las personas. Por eso, el impuesto a las bebidas azucaradas está más que justificado, porque afecta mayoritariamente a las personas con rentas más humildes, que son los que más se enferman por las consecuencias de su consumo. Es el momento de empezar, y el futuro ya no es después.