La UniversidLa Universidad de La Laguna convocó hace veinte años, por primera vez, un concurso de cuentos al que puso nombre muy principal de la literatura hispanoamericana, el de Julio Cortázar. Para conmemorar tan significativa fecha el rector, Antonio Martinón, tuvo la gentileza de invitarme a pronunciar unas palabras en la Capilla Cultural del viejo edificio, tan querido, del primer centro docente de la isla. Mi compañero Juan Manuel García Ramos, catedrático de la materia y escritor, hace el prólogo del excelente volumen con el que sale a la luz el ejemplar conmemorativo de esta efeméride; el cuento últimamente premiado con el Julio Cortázar es el de Aida González Rossi, que acaba de terminar su carrera de Periodismo en la ULL y que también pronunció unas palabras muy emocionadas en el acto. Todos los que hablaron allí dejaron dicho lo que es evidente: no duran mucho entre nosotros las iniciativas. Que esta cumpla dos décadas dice muchísimo del afecto y la profesionalidad con que los rectores sucesivos se han tomado el premio Julio Cortázar, ya de trascendencia internacional, como indicó García Ramos. A mi me pidieron que hablara de Cortázar. Y esto es, resumido y entre poesía y prosa, lo que tuve que decir del primer escritor al que entrevisté de pie, en Ámsterdam, para el diario EL DIA en 1972.

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Siempre que pienso en Cortázar es como si él fuera diez. Negro al Diez. Un vecino del rellano, un muchacho despistado que andaba por allí inquieto porque hubiera perdido el autobús o la guagua o la respiración o la madre.

Un hombre escribiendo cartas a John Keats. Como si el poeta fuera un gato vivo en las islas del Pacífico, esperando por la respiración de Buenos Aires.

Hasta entonces, en su casa de la ciudad más literaria de América, había vivido la obsesión de París y de las cartas. Siempre fue el muchacho que esperaba cartas,

y ya en el barco se dedicó a buscar, en la tercera clase, a la Maga que sería protagonista de sus noches de jazz y humo

En París, rodeando a un niño que tenía dificultad para respirar dormido.

Ese Cortázar adolescente e inquieto hasta que le nació la barba al tiempo que supo de la maldad del amor y de las ideas y dejó aparte la ficción de primavera para adentrarse,

Con su voz de Bélgica, arrastrando la erre, en la disputa universal de entonces: la izquierda y la derecha en el cosmos.

Pero antes de eso fue el poeta que husmeaba, como el gato, la trayectoria de Keats, ni un día sin línea, aquel adolescente enorme desafiando la unanimidad de Buenos Aires, el subte, el café con leche, las medias lunas, la madre vigilándolo para que fuera siempre su corresponsal,

Hasta la muerte suya y hasta la muerte.

En su estantería estaban las cartas y en sus ojos estaba el cansancio de la noche sin poesía, y en el barco, cuando pensaba Los Premios, era el perseguidor y el trompetista, todas las ficciones, el fuego y el fuego, la luz latiendo en lo alto, y él con una sola mano la desenrosca y se quema sus dedos,

Grita Ay

Y alguien acude en su ayuda, quizá es La Maga, Aurora decía que no, La Maga no existió o era ella.

Un día, en Londres, la otra mujer que alegó ser La Maga, Edith Aron,

Me entregó un papel, un montón de papeles, en los que se decía sin letras

Que ella fue La Maga

Entré en su casa chica de St Johns Wood

Y cuando ya estuve dentro

Ella abrió otra vez y me dijo:

"Por esa puerta se fue Julio, vino para despedirse".

Él vivía en París, ya triste sin Carol,

Y vino a París a verla. Edith me hablaba con los ojos grandes, lleno de los pequeños odios

Que le había dejado en la puerta y en la vida

El que ahora me parece que fue, a todas luces,

El oscuro enamorado de su vida.

La veo otra vez mirándome, deletreando las razones de su rencor,

Leyéndome de Rayuela los capítulos en los que ella

Se ve, y ahí me señala, junto a Mondrian,

paseando con Julio

por los puentes de París

hablando en el barco de los premios

o siendo directamente la Maga

que todos buscamos una vez hace medio siglo en la novela que nos mantuvo despiertos durante horas sin sueño y sin otro libro en el Colegio Mayor San Fernando.

Cuando ves las cosas tan de cerca, cuando te dicen que ante ti

Está la protagonista real de tus ficciones

Se disminuye la ambición de creer que eres parte de un cosmos verdaderamente literario,

Irracional y abierto, sensual como las letras que no tienen cuerpo sino figuración y espíritu.

Hasta entonces Edith Aron era una mujer, un ser que transpiraba y lloraba y usaba, como su hija bellísima,

El cuarto de baño chico

En el que también debió caber

Julio

A duras penas,

Un ser que transpiraba y usaba el cuarto de baño, La Maga

Aquel ser espiritual y evasivo, tan inocente o dolorida

Como la que aparece en Rayuela.

No fue la primera que vi a La Maga,

Aunque esta vez no es Edith Aron

Esta mujer triste de ojos enormes que parecen enviar una carta al pasado

Y me enseña cartas en las que Julio

Le dice sí y no

Y es a la vez su dios y su demonio,

Sino que es Aurora Bernárdez,

La veo pasear, menuda, ojos azules, sonrisa que puede variar a un instante de dureza

Azul

Como una piedra,

Estamos en lo alto de Deiá, Mallorca,

Donde ellos habían sido felices

Hasta que él ensayó la carta de despedida y se quedó solo con sus gatos

En lo alto de su casa de París,

Quizá la rue L''Eperon

Donde se le ve una vez entre discos viejos y libros viejos y sus libros y un gato que le ve tocar la trompeta que una vez se llevaron a Deiá, lo cuenta, me parece, Mario Vargas Llosa.

Ella le asistió al final,

Fue su enfermera,

El amor debió ser entre ellos un animal racional,

Nada vivía entre ellos ya, da la impresión,

Pues tampoco lo hay en la respiración de esta tarde de sol

En Deiá.