Me he pasado la vida haciendo entrevistas. Los chicos del Puerto, mis amigos, se burlaban de mi porque no paraba de preguntar; mi madre se reía de mi también, "este chico se pasa toda la vida preguntando". Pero yo preguntaba, no me importaban ni las burlas ni las risas. Preguntar es una facultad del alma: ¿qué demonios pasa? Eso es lo primero que nos preguntamos cuando vemos un fuego, un estampido. La sorpresa es otra facultad, es el alma del ser humano, y sobre todo del ser humano periodista. La sorpresa conduce a las preguntas y así sucesivamente. Un ecuatoriano poeta, Jorge Enrique Adoum, vio una vez un grafiti en Quito y lo hizo famoso contándoselo a su colega uruguayo Mario Benedetti: "Cuando teníamos las respuestas nos cambiaron las preguntas".

Pues eso, cambiar las respuestas, es lo que se necesita para lograr buenas entrevistas. Uno no aprende nunca del todo, porque todas las personas tienen almas diferentes y generan distintas preguntas según su estado de ánimo, las circunstancias que rodean la vida que llevan, las noticias que generan, etcétera. Todas las entrevistas son distintas porque no hay una persona igual que otra. Por eso odio las encuestas, o los cuestionarios: para entrevistar has de mirar a los ojos, tomar nota de manera visible, pues si el entrevistado no ve que escribes recibe la impresión de que lo que dice no te está interesando.

Hay, por otra parte, algo que ha roto la espontaneidad de las entrevistas, e incluso la interlocución: las casetes o, ahora, los teléfonos que graban también. El entrevistado se siente hablando al aire, poseído por la sensación de que lo que está diciendo no se va a registrar de ninguna manera. La reproducción automática de esas conversaciones nos somete a la tentación, en la que caemos todos, de escribir exactamente lo que nos fue dicho, y eso no siempre es saludable. Una buena entrevista debe huir de la reproducción y debe intentar la producción. Es decir, ha de reelaborar lo que se dice para que el entrevistado no sea visto como alguien que cae en tópicos o latiguillos. No se ha de alterar nada de lo que sustancialmente dicho, pero la escritura es algo distinto de la conversación.

¿Y a qué viene este sermón dominical del chico del Puerto?, se preguntarán ustedes. Viene de que acabo de leer dos libros de entrevistas que se le hicieron en sus días, que terminaron tan dramáticamente, a Federico García Lorca, el poeta granadino. Ahora esas entrevistas son reproducciones, o más bien producciones, de lo que en su día dijo el gran escritor asesinado al alba de la guerra civil. Como él era tan locuaz, o dicharachero, dijo sí a todas las entrevistas, y habló por los codos ante todos los periodistas que le preguntaban por los estrenos, por las obras que estaba escribiendo, por los otros? A todo respondía Lorca, y como ocurría hasta bien entrado el siglo XX los periodistas tomaban nota a lápiz, a pluma o a bolígrafo, y luego producían la entrevista, mayormente en las redacciones. Ahora los tratadistas que estudian el modo de decir de Lorca a partir de esas entrevistas que dio tienen que fiarse de los periodistas que hicieron tales entrevistas. Yo me fiaría, porque confío en esos entrevistadores y en todos los entrevistadores.

Ahora bien, existe la tentación de tergiversar, por pereza o por ignorancia. O por simpatía confianzuda. Al margen de un recorte de una de esas entrevistas Lorca dice del entrevistador: es simpático pero lo ha dicho todo al revés. Y ese es un problema, ser simpático y después producir lo que te da la gana.

Para hacer una buena entrevista se necesita, pues, algo más que simpatía. O algo menos.