Ni mi madre ni yo sabíamos nada de geografía en 1973. Yo trabajaba en EL DÍA y era un muchacho para todo. Ernesto Salcedo, el director, me hacía escribir de unas cosas que la gente no podía atribuirme, los editoriales, pero también me mandaba a misiones que no tenían que ver con la escritura sino con las relaciones públicas. A veces las hacíamos juntos, como cuando resolvimos la denuncia que un bandido francés nos puso porque yo publiqué aquí algo que era cierto, que en la discoteca portuense de aquel hombre los guardianes matones maltrataban a aquellos que querían entrar al baile y a ellos no les hacían gracia.

Me usaba tanto don Ernesto, yo lo llamaba don Ernesto, que, cuando tres años más tarde supo que yo me quería ir de EL DÍA para trabajar en Inglaterra y para otro periódico, llamó a mi madre para explicarle que ese viaje podría llevarme a la ruina. Era un exceso de cariño; mi madre debió escucharlo sin mucha convicción, porque jamás me lo contó, hasta que en efecto me fui a Inglaterra como corresponsal de El País.

Así que don Ernesto tenía conmigo no sólo atención periodística, fue un maestro, sino también afecto humano, tanto que quiso que yo no le dejara nunca, o que no le dejara entonces. Pero yo tenía esa pulsión del extranjero, y la atendí, y la sigo atendiendo. Pues no he dejado jamás de viajar, y con EL DÍA hice los primeros viajes de mi vida, primero por Europa, con mi amigo Carlos A. Schwartz, y luego a México, a un homenaje a León Felipe habido en la plaza de Chapultepec, en el centro verde de la capital más poblada (y más contaminada) del mundo hispano. Fue un viaje organizado por Alejandro Finisterre, un exiliado español que fue famoso (y rico) porque inventó el futbolín. Me puso en esa lista de asistentes Ramón Chao, el periodista y escritor gallego que, además, fue quien tres años más tarde me pondría en la pista de El País, el periódico al que Salcedo no quería que me fuera.

Cuando se produjo la invitación para el viaje en casa hubo un pequeño tormento, porque mi madre no tenía muy claro qué tendría que hacer su hijo tan lejos de casa. Durante años, cuando vivía con ella, con mi padre y con mis hermanos, en la casa de la Calle Nueva, me vigilaba como si fuera de cristal, porque el asma les daba a ellos muchos sustos y ella, sobre todo, creía que esos ataques nocturnos se reproducirían en contacto con otras atmósferas. Pero yo ya volaba solo y volaba demasiado, de modo que al susto se le sumaba la resignación, de mi madre y de todos los de mi casa.

Así que me fui a México, igual que ahora, cuando escribo esta memoria, estoy a punto de tomar un avión con destino hacia esa ciudad inmensa, con destino final en Guadalajara, donde se celebra la más poblada y crujiente y divertida y decisiva feria del libro del mundo de habla española. En aquel entonces, 1973, iba a ese homenaje a León Felipe, el poeta zamorano exiliado allí desde la guerra civil. En el avión iba con algunos de los poetas más importantes de aquel momento español, como Celso Emilio Ferreiro y Félix Grande; en Madrid se sumó al vuelo, viniendo del exilio en Toulouse, Rodolfo Llopis, entonces secretario general del Partido Socialista. Y en México nos encontramos con Juan Rulfo, con Rosa Chacel, con Octavio Paz, con Juan Marichal, tinerfeño, catedrático en Harvard, el hombre que puso en orden las obras completas de Manuel Azaña.

Fue una ocasión extraordinaria. Recuerdo las margaritas en el hotel Camino Real, la música en las tabernas, la alegría de reencuentros emocionantes de exiliados españoles en varios países, la visita a la viuda de Azaña, las canciones españolas prohibidas en el interior, los abrazos entre los españoles de dentro y de fuera. Ese viaje fue decisivo para mi manera de entender y apreciar el esfuerzo de toda esa gente a la que la maldita guerra obligó a hacer otra vida en otras latitudes sin dejar de sentir el latido del país al que habían dejado atrás.

Fue un viaje muy divulgado, pues EL DÍA fue prácticamente el único diario español que lo cubrió; gracias a esas crónicas, que ni sé cómo pudieron llegar, y también sé cómo las permitió el país rácano en el que vivíamos, mi madre supo de mi viaje, aparte de los lectores, naturalmente. Y gracias a ese viaje luego yo me hice muy pronto un latinoamericano, o un hispanoamericano, y creo que ahora esa es mi nacionalidad, pues habita en mi desde aquel entonces una doble militancia: la republicana, ejercida con la responsabilidad de quien respeta otras afectividades, y la hispanoamericana, pues desde esa latitud es como comprendo la hermosa literatura que ahora se festeja en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, que es adonde acudo en este momento.

Aquel primer viaje a México me dejó muchos recuerdos hermosos; entre otros, que guardo con mucho afecto, un regalo que me hizo al volver un gran amigo, el poeta y periodista Mariano Vega Luque, una de las mejores personas que he conocido en mi vida y cuya memoria guarda con fervor su viuda Olga Bencomo. Mariano, que era un hombre de radio, grabó un casete con música mexicana para que yo no me olvidara los latidos de Chapultepec. Y desde entonces esa música me acompaña en casa, donde también están los libros del querido amigo.

Ahora sé algo más de geografía. Acabo de volver de Perú, por ejemplo, y preparo, algo cansado de viajar, francamente, este viaje a México. Y siempre que hago estas distancias me acuerdo de que mi madre, que poco sabía de geografía, como yo mismo, me dijo al saber que iba a México:

-¿Y por qué, ya que vas a México, no te pasas por Venezuela a ver a tus tíos?

Ni ella ni yo sabíamos que América contiene muchos mundos, todos tan distantes como Venezuela de México. Yo lo he ido sabiendo, pero ha hecho falta mucho ir y venir.