Muchos de nosotros, canarios de la Universidad de La Laguna, vallisoletanos, catalanes de Barcelona, gente de nuestra generación que estudió con él, lectores que han seguido sus conferencias, sus artículos o sus libros, somos lo que somos gracias a don Emilio Lledó Íñigo, ciudadano ilustre y ejemplar que cumple este 5 de noviembre 90 años y sigue tan ilusionado, lúcido y vital como cuando tenía 37 años y nos daba clase en la universidad de mi vida. Entusiasta de los otros, de la escritura y del saber, es acompañante incansable de la duda y ejerciente fervoroso del respeto a las ideas de otros.

Es, y eso es lo menos importante, la persona a la que más he entrevistado en mi vida. En mi trabajo en EL DÍA, en los años que coincidieron con su estancia tan nutritiva para la Universidad de La Laguna, hice crónica de actividades suyas, conversé con él en multitud de ocasiones; después, en este mismo periódico y en otros canarios o peninsulares donde he tenido ocasión de colaborar o trabajar, fui asiduo seguidor de sus palabras. En un libro reciente (Dar razón, KRK) se recogen algunas de las entrevistas que le hice, también en este periódico; y ahí hay, también, de otros colegas canarios. En clase, y en los pasillos, era un hombre accesible para las preguntas y para el diálogo; y lo ha sido incesantemente para los requerimientos de los periodistas. Y nosotros hemos aprovechado su verbo y su inteligencia para trasladar a nuestros lectores memoria viva de su pensamiento y de su poesía. Pues don Emilio es también un poeta.

Un poeta. Quiero decir, un hombre capaz de ahondar en la naturaleza de las palabras para que éstas sean bellas y precisas, comprometidas con lo que quieren decir; juega con ellas, las alimentan con sus propias definiciones, y las obliga a tener nuevas vidas para que digan lo que llevan por dentro. Esa actitud poética que practica para hacer más vivas las palabras ha mantenido activa su inteligencia oratoria, y como escritor y como articulista y como entrevistado mejora siempre las preguntas que le van haciendo tanto la historia como los periodistas.

Ahora he tenido ocasión de asistir a una entrevista que le ha hecho en Madrid, con motivo de sus noventa años, mi compañera Tereixa Constenla para El País. Con la confianza que me da la amistad, pedí permiso para estar en su casa, que es una biblioteca, asistiendo sosegado y entregado a las palabras del maestro y al trabajo de mi compañera. Es un ejercicio muy interesante: el periodista encuentra en lo que hacen los otros un espejo que le debería servir de enseñanza o de autocrítica. Y practicamos poco esa capacidad: observar cómo lo hacen los otros para hacerlo mejor nosotros. Cada periodista prepara de un modo distinto sus cuestionarios. Aquí he contado alguna vez que yo no preparo preguntas sino asuntos; he explicado incluso cómo empiezo a preguntar. Y observando cómo hacía sus preguntas Tereixa me di cuenta de que ella también llevaba un folio escrito con preguntas posibles, o con cuestiones disponibles, por si se atrancaba en algún momento la conversación. Pero en todo momento vi con mucho agrado que ella seguía la conversación sin obligarla a que tomara un sesgo u otro. En las entrevistas suele ser muy antipático obligar a una persona a cambiar de tercio sin ritmo. Y Tereixa fue conduciéndolo a la autobiografía, a la enseñanza, hasta llegar de modo muy natural a un tema que yo imaginé que iba a causar en Lledó ese malestar (y en este caso, esa tristeza) que siempre suscitan los asuntos espinosos, o picudos, como decía Ángel Ganivet, de la actualidad. Pero la periodista fue creando la atmósfera adecuada para que ese escollo real de la conversación actual, la desgracia que nos pasa ahora con Cataluña, surgiera de manera imperiosa, pero sin imponerse, en el cuestionario que llevaba en su cabeza la colega.

Me ha pasado muchas veces el mismo problema que suscitan las entrevistas sobre asuntos obligados pero heterogéneos. La vez más delicada de todas, por razones de historia de la intimidad personal del personaje, fue cuando entrevisté para El País Semanal a Mario Vargas Llosa con motivo de sus 75 años. Era una entrevista que tenía que tocar los elementos de su autobiografía, así que en un momento determinado tuve que sacar al cuestionario el asunto más delicado de la vida pública, y personal, del autor de Historia de un deicidio: por qué se enfadó con su hasta entonces amigo Gabriel García Márquez, con el que vivió una historia de hermandad y de tal admiración mutua que dio de sí aquel libro citado, sobre Cien años de soledad. Procuré que la pregunta cayera exactamente donde tenía que caer, de modo que no disonara ni fuera tomada como una intromisión ingrata en una entrevista de ese carácter. Él ya la había respondido muchas veces, pero yo no podía dejar a los lectores sin hacerla. Y la hice. Y él la respondió como tenía que responderla.

Una entrevista es ritmo, y si en el ritmo se te impone una pregunta ni el entrevistador la rehusará ni el lector encontrará que es extemporánea. En realidad, con Lledó ninguna pregunta es extemporánea, pues es un hombre con hambre de saber, nació con hambre de saber, y cualquier pregunta lo lleva, con interés absorbente, a responder con entusiasmo, porque en ese momento él mismo se interesa por la naturaleza de la respuesta que está haciendo. Y convierte esas respuestas en gestos del pensamiento llenos de sentido común, de respeto y de belleza.

Es un héroe de nuestro tiempo, un hombre comprometido con la vida y con la historia, un maestro que nos ha enseñado caminos abiertos, no veredas retorcidas. La gratitud que le debemos sus alumnos es grande, porque nos abrió alamedas llenas de árboles y de flores, que nos llevaron a imitarle y a quererle. Ahora ya muchos de sus discípulos doblamos la edad que él tenía cuando empezó a guiarnos. A nosotros él nos encontrará cansados, seguramente; pero él mismo sigue siendo aquel hombre flaco y alto que desde el encerado de la Universidad de La Laguna nos conminaba a que no nos conformáramos con cualquier respuesta.

Gracias, maestro.