Mirando en el baúl de los recuerdos, tan mejorados por el paso del tiempo y los filtros de la memoria, me encuentro con unas fotos de aquellos primeros y benditos años de universidad. Una excursión a Madrid. Visita a los museos y al zoo, con foto "robada", y religiosamente pagada, a la salida, en la que entre melenas y barbas entonces oscuras afloraban una docena de margaritas a modo del "beato Ripo" -gran artista y un ser humano excepcional enamorado de la vida en todos los conceptos-. Fue aquella excursión de las que no se olvidan. Con los colegas de antaño -por suerte, hoy también lo son- dimos buena cuenta de ni se sabe cuántas botas de vino que se rellenaban sin descanso de Rioja Carta Plata, el mejor vino del mundo, por lo menos ese día. Pero... volviendo a las margaritas.

Un tipo con margaritas en la barba llama la atención. Incluso en esta invasiva epidemia de culto al "body art" también la llamaría. Está de moda "ser diferente". "Distinto". Aunque su diferencia radique en que tiene la espalda cubierta por un tatuaje y un "piercing" en el escroto, como si entre los miles de millones de personas que habitamos la tierra no hubiese otro con la espalda llena de tatuajes, un "piercing" en los "güevos" o arañas en las cejas.

Pero la gente quiere dar la nota. "Yo soy diferente -dice una chica-, me encanta pasarlo bien, reírme, estar de cachondeo", como si al resto de la humanidad le gustase pasarlo mal, llorar y pillarse los dedos con las puertas. Quieren ser diferentes, distinguirse, creerse especiales, no por nada, sino por el exterior, por la fachada, por el enlucido, ya sea gracias a una docena de tatuajes, a unas ropas estrafalarias o a la cantidad de metal incrustado en el "body".

Ser distinto mola. Eso sí, cuando se es minoría. Entonces es genial. Vas por la calle con tus "piercings" en los pezones y las nalgas al aire por encima de unos pantalones cagones y lo petas. La gente te mira y te crees alguien. Sigues siendo el mismo paleto lleno de complejos de siempre, pero bajo tu tupé de vértigo o con tu lengua partida en dos a modo de serpiente pareces menos gilipollas.

Claro que ser diferente también tiene un tope: cuando ser diferente se convierte en mayoría, ya no tiene valor, porque el diferente ya es el otro. Hace varios años, por ejemplo, el diferente era el tatuado, el que vestía de cuero, el que llevaba un fular y anillos en todos los dedos. Ese era el rebelde, el que rompía las normas, el que tenía que enfrentarse a sus padres y su familia para poder ponerse un pendiente en la oreja como Maradona. "A ver si ahora te vas a creer tú el Pelusa", te decía tu padre a regañadientes.

Ahora, en cambio, el diferente ya no es el tatuado, sino el que no lleva un duende de enormes proporciones pintado en el culo. Un tatuaje, por cierto, que en la mayoría de las ocasiones se lo han pagado sus padres. Así de rebeldes son los "diferentes" de hoy en día. Ser diferentes también va unido a ser "el alma de la fiesta". No hay nadie que sea diferente que sea aburrido. Estaba el sábado pasado con unos amigos en un pub y unas mesas más allá se sientan varias chicas que vienen de despedida de soltera, con sus penes en la cabeza y toda esa parafernalia. Están de despedida, pero bien podrían venir de un entierro, porque tienen cara de aburrimiento. Entonces alguien grita "selfie" y todas sonríen como si la vida les fuese en ello. Las risas apenas duran un par de segundos. Sin duda, también ellas son diferentes.

Lo malo es que las diferencias de hoy en día están solo en el exterior, en la pose, no en el alma. Por eso, la gente demuestra que es diferente sonriendo a carcajadas en "Face" o mostrando cuerpazo de verano en el "Insta", aunque por dentro se estén muriendo lentamente de pura vulgaridad. Una pena.

Feliz domingo.

adebernar@yahoo.es