La película Amor bajo el espino blanco de Zhang Yimou comienza mostrando la llegada de unos universitarios a un pueblo rural, en verano, para su reeducación durante la Revolución Cultural china. El comisario político les explica que debajo de ese árbol de espino murieron muchos mártires del comunismo y, por ello, en primavera, florecerá de color rojo como la sangre. Así, nos plantea un tema decisivo: ¿puede cambiar el lenguaje de fondo del amor por el interés político -comercial o intelectual- de un momento histórico o hay algo blanco y eterno que permanece intangible?

Porque en el amor humano se entremezcla un idioma universal poderoso, que conviene conocer y sobre el que recae una necesidad imperiosa de educar bien, con unas manifestaciones externas que se transforman con el devenir histórico y social -estas sí que se seguirán modificando con el paso del tiempo-. Y resulta fundamental distinguir ambas dimensiones.

De estas cuestiones esenciales para la educación de los jóvenes, solo quiero insistir en una, pues me parece que se está destiñendo y que puede volverse bastante invisible para las generaciones actuales: la felicidad de la vida consiste en capacitarse para la entrega, en tener la generosidad suficiente para compartir la vida con una persona en un amor "con uñas y con dientes / sin red / sin salvavidas", como bien expresa el poema de Raquel Lanseros. Solo en una vida de entrega así resulta posible el amor de calidad.

"La idea del amor ha sido la levadura espiritual y moral de nuestras sociedades durante un milenio", escribía el premio Nobel de Literatura Octavio Paz en 1993. Pero, a continuación, advertía: "Hoy amenaza con disolverse; sus enemigos no son los antiguos (?), sino la promiscuidad, que lo transforma en pasatiempo, y el dinero, que lo convierte en servidumbre".

Paz también anota que aunque la mayor parte de las novelas del siglo XX versan sobre el amor, este "se halla herido en su centro: la noción de persona". Por ello, tal vez debamos acudir a esos otros escritores, más modestos, que sienten lo que tienen dentro. Por ejemplo, la judía Etty Hillesum escribió en su diario: "Lo que quiero es un solo hombre para toda la vida y construir algo juntos. Todas esas aventuras y amoríos [su vida anterior] me han hecho en el fondo infeliz y me han desgarrado por dentro".

Hay que decirlo claro: el desencanto de la posverdad y los intereses económicos para conseguir una juventud frívola y consumista, en cuyo horizonte mental se identifica la felicidad con la fiesta lujosa, con lo refinado y caro, hacen difícil comprender la belleza del concepto de la entrega. En consecuencia, son tiempos de penuria para el amor en los que este se concibe pequeñito y, por ello, nace con pocas fuerzas para afrontar las dificultades.

Por el contrario, amar con una aspiración a una entrega total es rozar lo eterno, es acercarse a la infinitud como el color blanco del espino que simboliza la totalidad y lo vegetal que permanece. También lo logra bien el diálogo de Shakespeare en boca de Julieta: "Mi generosidad es inmensa como el mar, mi amor, tan hondo; cuanto más te doy, más tengo, pues los dos son infinitos".

Para exponer esta idea esencial, escribe Rabindranath Tagore la leyenda del gran rey que se paró ante un mendigo y le pidió su limosna; pero este, asombrado, solo le dio un grano de trigo. "Pero qué sorpresa la mía cuando al vaciar por la tarde mi saco en el suelo, encontré un granito de oro en la miseria del montón. ¡Qué amargamente lloré de no haber tenido corazón para dártelo todo!". ¿Cómo es posible que no les contemos a los hijos jóvenes estos relatos en los que despuntan los puntos cardinales de la vida?

Cuéntenselos todas las noches, cada día con una música distinta: la verdadera felicidad depende de la entrega.

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