Ahora que vi otra vez la exposición de la historia de los arquitectos Vicente Saavedra y Javier Díaz Llanos en el TEA comprobé de nuevo con qué generosidad este periódico, EL DÍA, se ocupó de ella, cada día. Fue un acontecimiento estimulante y extraordinario, con el que el Colegio de Arquitectos de Canarias premió, en las postrimerías del franquismo, a la ciudad de Santa Cruz. La ciudad luego hizo caso omiso de aquel regalo, porque les viene mejor a quienes mandan en ella los carnavales que la cultura, y que incluso la ciudad, pero ahí está, en la historia y, mal cuidada, en la calle, en la Rambla del 11 de Febrero (¡recuperen el nombre republicano!) y en el ilustrísimo Parque de García Sanabria esta exposición, ay, irrepetible.

Una hermosa noticia fue aquella, y este periódico tuvo la generosidad de encargarme su cobertura. Yo entonces era un joven intrépido y barbudo, que hablaba con todo el mundo como un entrometido. Ahí estoy, en esas fotografías, persiguiendo con mi cuaderno y mi lápiz a todos los que vinieron, desde Joan Miró a Antonio Saura, pasando por Josep Lluis Sert, Guinovart, Millares, y tantos que convirtieron aquel acontecimiento (la exposición y los debates sobre arte y urbanismo) en una contribución impar a la historia del arte público no sólo en Canarias sino en aquella época.

Hoy, lo siento, no sería posible. Para hacer aquello hacía falta no sólo la generosidad de los que la organizaron, desde Rubens Henríquez y Vicente Saavedra hasta Hortensia Hernández y el enorme equipo voluntarioso del Colegio, pasando por Eduardo Westerdahl y Pérez Minik; hacía falta, también, la complicidad de la prensa, de la sociedad, de la universidad, de los intelectuales isleños, de los creadores. Y al final se hizo, se quedó ahí; hubo, cómo no, controversias y dimes y diretes, que no son la esencia buena de nuestra tierra, pero que son parte de nosotros mismos: nos gustaría, qué le vamos a hacer, que lo que los otros hacen salga mal. Y si sale bien, a veces ni se le saluda.

Hoy, lo siento de nuevo, sigue existiendo esa tendencia a la envidia, o a la antipatía convertida en desprecio, y se pone en marcha de manera tan despiadada que a mi me asusta. Bueno, no sólo me asusta: me ha afectado, y me sigue afectando. Hace ya diecisiete años me dieron un premio que no pedí, ni siquiera sugerí jurados que me lo dieran, ni conocía la identidad de los jurados; periodistas aviesos y escritores que les hicieron el coro hicieron creer (le hicieron creer, sobre todo, a alguien que seguramente se lo merecía más que yo) que yo había manejado ese jurado para que me cayera del cielo, o del subsuelo, el galardón. Era mentira; la campaña fue publicada en prensa, y todavía ninguno de los que la pusieron en marcha ha dicho, chico, lo siento, espero que no te haya magullado mucho esta saña con la que te tratamos. Seamos amigos otra vez.

Ahora está pasando algo más grave, pero tan grave como lo que suele ocurrir entre nosotros. Hemos sido incapaces, como sociedad, de articular mecanismos para expresar el desacuerdo, y cuando tachamos lo hacemos con saña, para que no se levante el enemigo. Inventamos razones, juntamos firmas, miles de firmas, y ponemos en la picota, sin otro motivo que esa antipatía esgrimida como razón cuando no es ni razón ni nada, cualquier iniciativa que haya hecho quien no nos gusta. Quien no nos gusta y que queremos fuera del sistema.

Está sucediendo con la exposición ideada para el TEA por el Gobierno de Canarias sobre la pintura y la poesía que representan los mitos que se hicieron sólidos en la muy interesante historia cultural del siglo XX insular, comisariada por dos relevantes intelectuales de las islas, Andrés Sánchez Robayna y Fernando Castro Borrego. A la exposición fui dos veces; las veces que fui observé que había dos o tres personas, suele suceder. Fui también, pero sólo una vez, a una muestra muy importante con un tema similar, en la Fundación Cajacanarias, preparada por el poeta Álvaro Marcos, y también había dos o tres personas; me ocurrió igual, por la mañana y por la tarde, cuando pusieron y fui a ver una antológica maravillosa de Pedro González, preparada por el muy buen antólogo de Pedro Carlos Díaz Bertrana: la gente no va, pero si alguien le dice que es mala ya hace como que la vio.

A aquella del TEA fui dos veces, escribí un reportaje sobre la misma, la califiqué de "excelente" y me cayeron chuzos por ello, y me quejé (en la misma crónica y ante los organizadores) del hecho cierto de que Manuel Padorno no estuviera representado (también) como poeta.

Ahora he visto, y he sabido, que a la exposición le ha caído el anatema. Como hay pocas mujeres, ha habido un levantamiento popular, obviamente inducido, porque miles de firmas (las que ha habido contra la muestra) tendrían que haber sido equivalentes a los miles de visitantes que de manera manifiesta no ha tenido, desgraciadamente, tan interesante contribución a nuestra historia cultural. Pero, qué quieren que les diga, ha bastado que alguien alzara la voz, y a por ellos.

Es posible, aunque sea lamentable, que tanto Robayna como a Castro, que a mi me caen muy simpáticos, a algunos de sus colegas o adversarios (académicos, literatos, artistas) no les caigan en gracia; pero que alguien no te caiga en gracia no te pone a trabajar con tal ahínco, y con tal saña, para desmerecer la totalidad del esfuerzo realizado para poner en común obras extraordinarias de nombres propios imprescindibles de nuestro pasado poético o estético. Obviamente, la crítica va inherente al ejercicio de cualquier actividad, y seguramente los críticos acerbos que ha tenido esta muestra disponen de otros nombres propios, de hombres o de mujeres, que podrían aportar a sus juicios para revisar el contenido de la muestra. Pero las comparaciones numéricas no son suficiente entidad como para armar este jaleo.

Pero, bueno, el jaleo se armó, está en boca de todos, y seguramente ha dejado contentos a los que lo promovieron. Tuvieron tal éxito que leo por aquí que esa exposición, que tenía que rotar por todas las islas, se quedará en cajones. Y, leo también por ahí, que es posible que hasta el catálogo, donde al parecer, según me dijo Robayna cuando hice aquella crónica, se iba a explicar tanto el método seguido como algunas ausencias, que sí formaban parte de la obra que constituye el catálogo, será preterido, guardado, espero que no destruido.

Me produce melancolía que pase esto, no me parece sano que nuestra sociedad cultural viva en este clima; y no me parece sano porque a mi me haya pasado también en algún momento de mi vida, sino porque sé que no será la última vez que ocurra.