Abundando, como han hecho otros, en las notas del general José María Pinto de la Rosa, sobre las antiguas fortificaciones de Canarias, obtengo la explicación del topónimo local de la playa del Castillo o de San Juan, en la desembocadura del barranco del mismo nombre. Llamada así tras la construcción de una batería de protección contra los ataques piráticos en la zona, la batería como tal estuvo compuesta de tres cañones y banqueta para ocho fusiles. Y aunque este aditamento sería insuficiente para contener algún desembarco en son de rapiña, es bien cierto que, al menos físicamente, daba una imagen más conciliadora para los humildes habitantes de la zona, que sobrevivían de la dureza de la pesca, en un mar siempre amenazador, y de los pocos jornales que podrían obtener como aparceros para los ricos terratenientes del lugar. Propietarios que, si hoy ya no cultivan sus fincas, esperan pacientemente a que una orden municipal o insular proyecte un plan de urbanización y, como consecuencia, revalorice lo que hasta ahora han sido terrenos rústicos.

Sin embargo, pese a todos los avatares tamizados por el tiempo transcurrido, puedo decir de forma objetiva que gracias a la intervención del Cabildo Insular, y con el interesado apoyo del Ayuntamiento de Aguere, bajo la responsabilidad del concejal de obras, autor del Palmetum santacrucero, el ingeniero Manuel Caballero Ruano, se llevaron a buen puerto las obras de remodelación de sus piscinas naturales; si bien con la premisa de la dureza del Atlántico cuando bate inmisericorde sobre la costa. Y esta ha sido la razón de la vida efímera de su dique de contención para proteger la minúscula pero agradable ensenada de San Juan o del Castillo que un día existió.

Desde que tengo memoria, recuerdo y seguiré viendo el perenne espectáculo de las gigantescas olas y su habitual violencia al estrellarse contra el maltrecho espigón superviviente de la reforma ya citada. Todo un referente de los medios audiovisuales en los telediarios locales, y aún peninsulares.

Pero volviendo de nuevo a la obra -todo un reto contra las rabiosas pleamares-, podemos argumentar que los vasos y las instalaciones de las piscinas, solarios incluidos, dotados de buena accesibilidad, han sido unos logros óptimos disponibles para la ciudadanía que acude a disfrutar de la relativa seguridad de los baños de mar, siempre que no ondee la bandera amarilla, y en su defecto, la roja, en el mástil de advertencia. También es digno de mención la posteriormente habilitada piscina infantil, sobre la antigua edificación del CIT de la zona, que adquiere visos de masificación durante las vacaciones hasta la vuelta de los niños al nuevo curso escolar.

Pero no acaba aquí la afluencia a las piscinas, donde los paseantes suelen acercarse los fines de semana a contemplar, como ya he dicho, el grandioso espectáculo del mar rompiendo con apasionamiento y formando las montañas de altas espumas; a modo de orgasmos placenteros después de su cópula amorosa con la costa. Y son esos amoríos, que yo diría que rayan en puro masoquismo, los que originan los permanentes desperfectos y minorizan la protección de estas instalaciones, en las que los organismos públicos tienen la obligación de llevar a la práctica lo que en principio se refleja en una fotografía o sobre un plano de un proyecto. Entiendo, en su descargo, que uno de los mayores inconvenientes de la burocracia es su inmovilismo o su exceso de celo decisorio; secuelas que desde siempre suele arrastrar el Estado cuando se le plantean actuaciones consideradas de emergencia, con el fin de no deteriorar más la lastimada estructura litoral aún existente, a fin de garantizar la seguridad de los usuarios de la playa, los paseos y las zonas colindantes.

Así pues, dentro del programa "Tenerife y el Mar", consideramos la prioridad de esta obra, por ser la única factible dentro del litoral lagunero, y esperamos verla ejecutada pese a las previsiones estacionales de las peligrosas pleamares. De forma que este entrañable núcleo costero pueda seguir manteniendo su privilegiada condición de balcón frente al Atlántico; melodía que escuché primero ensayar y luego interpretar a los Huaracheros, mientras jugaba en el amplio zaguán de la casa natal de Diego García Cabrera, frente al actual parque de Secundino Delgado, antes antiguos jardines del industrial hotelero madeirense, pionero en Santa Cruz, Luis Camacho.

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