Querida microalga que estás en los cielos. Te echo de menos. Te he buscado inútilmente entre las dulces olas que rompen mansamente contra nuestras costas. Pero sobre todo en el océano inmenso de los titulares de la prensa, la radio y la television, donde antes flotabas parda y lánguida, con un mal olor que muchos confundían con la muerte.

Te he buscado, pero ya no estás. Ahora sí que te ha abrazado la que nunca falla, con sus manos de nieve. Llegó el humo del incendio pavoroso de Gran Canaria, con muros de llamas de diez metros de alto y su fuerza destructora y asesina. Y te tapó acaso. Y van llegando también las llamaradas intensas de otro incendio provocado por la mano del ser humano, en Cataluña. Un siniestro que está quemando España: todas las Españas posibles, la que nos hiela el corazón y la que nunca cierra sus heridas.

Te busco, querida microalga, pero ya no estás. Decían los científicos que eras hija putativa de la coyuntura del clima. Que las grandes masas de calima y el aumento de las temperaturas te habían parido amorosamente en medio del gran océano, como una pequeña Venus maloliente, lejos de las costas a donde más tarde llegaste transportada por las caprichosas corrientes y los soplos del Céfiro. Me lo contaba el profesor Basilio Valladares -que es un sabio y que por eso habla poco-, que se llevaba las manos a la cabeza con el debate que organizamos entre los políticos, la prensa y los aficionados del bar de la esquina. Porque todos nosotros, a los pocos días, nos habíamos convertido en expertos en microalgas, como si las conociéramos de toda la vida; como si fueran el vecino del quinto las prospecciones petrolíferas o las emanaciones sulfurosas del volcán de El Hierro que yacen junto a ti en ese mundo oscuro.

Ya sabía yo que el sino de esos partos compulsivos es el celérico olvido. Pero duele. Todos los ríos van a dar a la mar, que es el morir. Y todas las tintas acaban siempre envolviendo el pescado. Pero por mucho que lo supiera, este vacío resulta a veces insoportable. Si pudiera, me acercaría al muelle para ver las olas en la esperanza de atisbarte flotando en ellas. Pero a los de esta ciudad, como ya sabes, el puerto nos robó el mar y ya no nos dejan acercarnos, no vaya a ser que molestemos a los turistas o robemos, también, los contenedores.

Me consta que seguimos vertiendo al mar la misma basura que cuando viniste. Incluso le he pedido a mis conocidos un pequeño esfuerzo intestinal para intentar renacerte de tus cenizas. Pero está visto que ciertamente eras hija del intenso calor que, como tú, se ha terminado marchando. Porque si nacieras al calor de los restos de las defecaciones, querida cianobacteria, habrías cubierto ya este país de mierda hasta más arriba de las cejas.