Una amiga me escribió desde Cataluña. Se quiere ir. Ya no puede hablar con sus amigas, la consideran "una españolista de mierda" si ella les discute convicciones que no tienen vuelta de hoja. Un amigo irlandés, al que aprecio mucho, me escribió un largo wasap en el que se duele de que yo esté al lado de lo que él llama la causa españolista. Otras personas a las que estimo mucho declaran, en público o en privado, lo difícil que les resulta hablar de Cataluña porque si su posición no coincide con la que ahora sale allí a la calle son vituperados en las redes sociales y, también, en esas calles. A Juan Marsé le ha caído una buena por sus posiciones con respecto al referéndum ilegal y a Joan Manuel Serrat le está ocurriendo lo mismo por decir en Chile lo que ya había dicho aquí: que no servirá de nada este referéndum sin garantías. Vargas Llosa dijo algo parecido en Madrid y le han dicho de todo menos bonito. Y así sucesivamente.

Así están las cosas. El nacionalismo catalán emprendió esta salida de España como protesta por algunas muy graves actitudes del Partido Popular, que primero les negó el Estatut de Maragall, finalmente desmontado en parte por el Tribunal Constitucional, y que acompañó esas acciones con muchos desmanes que irritaron a los catalanes. Lo cierto es que ese es el clima que hay y es muy difícil adivinar un final bueno para todo esto.

Lo que sorprende, y por eso empecé mi texto por ahí, es el clima que se ha creado, pues si bien entra en la lógica que los más exaltados independentistas se dirijan a los líderes del PP y del Gobierno con esa virulencia, casa poco con la tradición catalana más reciente esa tendencia al insulto y a la agresión, verbal todavía, con la que acoge el independentismo las opiniones contrarias a sus ardorosos deseos. Confieso que no me lo esperaba; no esperaba que a catalanes tan conspicuos como Serrat y Marsé, entre otros muchos, algunos de ellos profesores, periodistas, artistas, deportistas, se les negara el derecho a opinar en un sentido crítico acerca de las circunstancias de esa votación tan ávidamente requerida. No me esperaba que en una sociedad tan tan solidaria y respetuosa con las leyes, la presidente del Parlament, Carme Caffarell, hiciera de pasante del Govern para permitir desmanes parlamentarios que han afeado gravemente la aspiración soberanista.

No me lo esperaba. No me esperaba casi nada de eso, pero eso está ahí y ahora hay que resolverlo de modo que, nunca mejor dicho, no llegue la sangre al río. Algunos observadores preocupados ven que la sangre puede llegar al río, y no se sabe muy bien si eso que parece una exageración no se parece ya a lo que pasa. Las imágenes recientes, ocurridas esta misma semana, parecen hechas para deshacer cualquier esperanza de un acuerdo razonable que impida esta escalada hacia la nada que también se llama violencia.

Este viernes estuve en Córdoba en el Congreso sobre el Saber y el Conocimiento que organiza allí la Cadena Ser. Estuvieron a mi lado el exjuez Baltasar Garzón, el político y escritor Íñigo Errejón, el poeta Manuel Rivas, y el director de la cátedra Unesco de Resolución de Conflictos de la Universidad de Córdoba, Manuel Torres. Todos de fuera de Cataluña pero, como yo mismo, muy concernidos con lo que ocurre allí. En un clima de emocionante sosiego, todos reclamaron que se baje el insulto, que se elimine el enfrentamiento, que se esquive por todos los medios este sentimiento de odio de los otros para que la gente se siente a hablar.

Salimos de allí muy contentos de haber hablado así, de haber dado con sosiego opiniones diferentes, que no excluyen, claro, las favorables a un referéndum con garantías. Me fui con esa impresión. Pero esta mañana, cuando me he levantado, me he preguntado, viendo las noticias, si no me acosté con ese sueño.