Resulta que Pilar Abel, pitonisa de vía estrecha y experta en reclamaciones fallidas, no es hija de Salvador Dalí, según los resultados de las pruebas de ADN y la sentencia del Juzgado de Instrucción número 11 de Madrid.

Y resulta también que, tras una costosa promoción exterior, el único mandatario que apoya el referéndum ilegal y, al parecer, la independencia catalana es nada más y nada menos que Nicolás Maduro.

De una parte, una disparatada demanda y una instrucción penosa permitieron la exhumación de los restos del genio de Cadaqués, sin agotar las vías de investigación en los familiares vivos y muertos de la supuesta descendiente. Se optó por un espectáculo necrófilo y, como se comprobó, innecesario ante la posibilidad despreciada de un recorrido discreto y directo.

No era la primera vez que la señora Abel recurría a la Justicia en busca de fama y dinero. En 2009 reclamó, sin éxito, a Javier Cercas seiscientos mil euros porque se sintió identificada con un personaje de "Soldados de Salamina". Tras fracasar con el novelista picó más alto y, con la guía de un abogado listo y el sorprendente apoyo de una jueza, abrió portadas y telediarios de medio mundo y vivió en la cresta de la ola hasta que los análisis forenses desmontaron la farsa.

El segundo sainete lo encarnó el madrileño Raúl Romeva, que, con mucho ruido y pocas nueces, tiene el mérito único de su amistad con Oriol Junqueras. Llamado "ministro de Asuntos Exteriores de Cataluña", durante dos años recibió portazos en cuantos países visitó a costa del erario público. Tapado como una afrenta en estas vísperas, tras su costosa romería, sólo logró el apoyo explícito de los bolivarianos que tienen secuestrada la libertad en Venezuela; acaso porque les une la falta de respeto por el derecho, la pulsión totalitaria en las actuaciones y el uso y abuso de la mentira repetida que nunca acaba en verdad.

Celosa de sus tradiciones y abanderada del progreso en otro tiempo, sabia y plural para acoger todas las sensibilidades, Cataluña no merece ni estas noticias ni tan malos actores como la Abel y el Romeva, que, en la más pura tradición catalana, deberían pagar de su bolsillo sus propios dislates y estropicios.