Esta semana que acaba se han producido en España dos hechos que son habituales, en su origen y en su chusca continuación, en el periodismo patrio. Tratar, desde instituciones públicas o desde partidos políticos, que algo que va a saberse trate de ocultarse para que no salga a la luz.

La más destacada de esas acciones de ocultamiento que al final sale rana la ha protagonizado la Generalitat de Catalunya. Tras el atentado gravísimo en Las Ramblas de Barcelona y en Cambrils, con dieciséis muertos y un centenar de heridos, este suceso de trascendencia mundial ha tenido repercusiones de todo tipo: humanas, políticas, periodísticas y de seguridad ante el terrorismo.

Esta última consecuencia, la seguridad ante el terrorismo, tuvo por último una derivación que podría haber figurado, con todos mis respetos, en un guión paradójico de Billy Wilder, el gran comediante. El Periódicode Catalunya publicó esta misma semana que la CIA, nada menos que la CIA, había alertado a la Policía Nacional y a los Mossos de Escuadra de Cataluña, la policía autonómica, de que podía producirse un atentado en verano y precisamente en la zona en la que finalmente se produjo.

Gran estupor. Lo primero que dijo la Generalitat era lo que ya había dicho su presidente, Carles Puigdemont: nunca vino un aviso de ningún tipo a ese respecto. Como la actuación de los Mossos se ha puesto tan en primer plano, hasta el punto de que ya se considera héroe nacional en Cataluña, seguramente con todos los méritos para serlo, al Mayor Trapero, salió luego el consejero de Interior Forn a decir que, en efecto, cómo iba a ser eso.

Avanzada la rueda de prensa del desmentido, resultó que eso que no había sido había sido. Aunque fuera un poquito. El escándalo es mayúsculo, porque no decir la verdad en esta sociedad católica no es tan importante, porque te confiesas luego y no pasa nada; pero aunque te lo perdone Dios, ahí queda un regusto como de engaño que está causando grandes aspavientos en la sociedad catalana y en quienes vieron a los Mossos en el lado de los intocables y luego en el sector exquisito de los infalibles.

Lo otro que ha ocurrido y que tiene que ver con la ocultación de lo que pasa para tratar de que no pase le ha sucedido al partido Podemos, que nació para ser perfecto pero tiene sus imperfecciones. Resulta que Olga Jiménez, la encargada de vigilar que se cumplan los estatutos aprobados en el Congreso de Vistalegre II, advirtió de que reformas restrictivas de esos estatutos estaban poniéndose en práctica en contra de la legalidad consensuada en aquella ocasión tan divulgada. Así que ella lo denunció y ella fue defenestrada apropiadamente porque la disidencia es un valor en baja en ese partido.

Cuando la noticia salió a la luz, dirigentes de Podemos señalaron a los periodistas que la divulgaron para llamarlos mentirosos. Finalmente la verdad se puso de manifiesto y los dirigentes que llamaron mentirosos a los periodistas se guardaron sus alfiles.

En las últimas semanas algo parecido pasó entre nosotros, en Tenerife. Unas algas incómodas aparecieron en las costas isleñas: yo las vi. Vi primero las fotografías, que me las enseñó en El Médano un profesional de la medicina, y luego las vi con mis propios ojos. El vigilante de la playa me dijo que las estaban analizando, en Las Palmas, por cierto. Y luego me olvidé del asunto. Hasta que el asunto volvió, con toda su fuerza, en la prensa insular, peninsular e, imagino, en las redes y otros acueductos que hacen ahora imposible que algo se oculte.

Porque se trató de ocultar. Con un candor extraordinario, el presidente canario, Fernando Clavijo, dijo en una comparecencia pública que era mejor que de eso no se hablara, que iba a favorecer a las fuerzas enemigas de nuestro turismo. Para qué fue aquello. Puedes pedir de todo a un periodista, menos que no diga aquello que está diciendo todo el mundo. Además, en el mundo de hoy, en el que todo está conectadísimo al contacto de un dedo, ¿cómo vas a decir que lo que se ve no se diga? Y lo que se veían eran malditas excrecencias que festonearon nuestras playas por encima de cualquier ocultamiento.

Ha pasado a veces. A mi me echó Ernesto Salcedo de EL DÍA (por una noche, esta es la verdad) porque se me ocurrió enviar una crónica desde la Redacción a medios de fuera de la isla sobre algo que tenía que ver con la salubridad pública y que ocurría en mi propio pueblo, el Puerto de la Cruz. Podríamos saberlo dentro, pero que no se sepa fuera. Lo cierto es que Salcedo actuó presionado por muy reputados compañeros que me señalaron con el dedo como si estuviera cometiendo un delito contra la Patria; y luego Salcedo me salió a buscar al Club Marítimo Atlántico donde me había refugiado de la mala fortuna que había tenido: tan joven y ya fuera del oficio.

Las cosas volvieron a su causa. Pero es natural entre nosotros que las autoridades, en el caso de Clavijo, consideren que es mejor silenciar lo que nos pasa por si esto que pasa no nos beneficia. Cuando lo que de veras beneficia es que la sociedad tenga todos los datos que recopile el periodismo para que sepa a qué atenerse en la vida pública.

Esos sucesos me traen a la memoria lo que ya conté aquí, al respecto de la visita del ministro de Franco Vicente Mortes Alfonso. El ministro dijo, en Santa Clara, que se le caía la cara de vergüenza ante la situación de aquellas viviendas. El jefe de Prensa fue a ver a Salcedo para que levantara el titular que le puse a mi reportaje. Y el ministro estaba más contento que unas pascuas. Claro, fue primera página en toda España, aunque el jefe de prensa quiso que no saliera nunca a luz la cara del ministro.

Y es que tapar la luna con el dedo no se le ocurre ni al que asó la manteca.