Campeones mundiales de un deporte que no se puede hacer sin viento, el windsurf, estuvieron esperando días en El Médano, al sur caliente de la isla, porque el impresionante viento de este lugar de la Montaña Roja de Pepe Toledo se aquietó bajo la neblina húmeda y bochornosa y no había dios, ni dios del viento, que lo pusiera a soplar.

Como el viento se resistía, no soplaba, los deportistas que habían venido aquí con sus aparejos, los locales y los extranjeros, se pasearon como una tribu nómada en el pueblo sin viento, una especie de espectro del Médano, pues El Médano es viento o no es.

Y ahí estaban las escuetas embarcaciones como esqueletos en la playa de El Cabezo (que fue también el barrio de Pepe Toledo). Esa tribu de deportistas sin respiración y sin viento se paseó por el barrio con estandartes que invocaban el aire, como en una procesión laica de las que imprecan al cielo para que venga la lluvia.

Esa virgen que no soplaba, ese santo que se había quedado sin aire, dio respuesta finalmente el miércoles, y el viento sopló de lleno el jueves, y hasta hoy, este domingo, cuando escribo, ha estado soplando como Dios manda, o al menos como manda el antes esquivo dios del viento, Eolo.

El espectáculo se puso en marcha enseguida; estaba todo preparado, las embarcaciones, las banderas, los deportistas; como en las películas, enseguida que hubo luz, es decir, viento, comenzó a rodar la maquinaria perfecta y el festival de windsurf, por lo que yo mismo pude observar, fue un éxito de deporte y belleza.

El aire es un capricho de la vida; si tú quieres, te lo da todo, te peina los cabellos, como en la célebre canción de Horacio Guaraní, "como una mano maternal", o te explica el mundo, te da respuestas, como en la aún más célebre canción de Bob Dylan. Si al viento le das la oportunidad de manejar la vida puede hacer esculturas extraordinarias con las olas, símbolos de la pureza de esa gloriosa combinación mar-aire que es como una escultura sin fin que incluye al hombre hasta convertirlo en aire también, o en viento.

Ese espectáculo lo he estado viendo y escuchando cada día, desde que el viento se desperezó y El Médano, o al menos El Cabezo, la playa en la que se celebró el evento, vibró con la música del aire, con esos sinuosos surcos de ritmo en que se convirtió el festival. Un locutor muy animoso, bilingüe, fue diciendo en español y en inglés lo que ocurría en el mar; animaba a los deportistas, relataba sus logros, y por tanto sus clasificaciones; al tiempo, una música que no siempre era adecuada para esta belleza que sucedía en las orillas asistía al evento como si quisiera darle forma de jazz o de sinfonía.

Nunca había estado viendo este campeonato, que lleva muchas temporadas; no había coincidido mi estancia en El Médano con esta preciosa melodía de aire y agua. Ignoro si además de los espectadores, numerosos, que había en los alrededores de El Cabezo habría más gente viendo este espectáculo; seguro que lo graban y lo difunden. Es, en su conjunto, una bella oportunidad de celebrar el viento como un tesoro que durante años se desdeñó y que convierte al Médano en una marca muy particular, muy insólita entre todas las ofertas de la isla. Y no sólo una oferta deportiva o turística. Es una belleza en sí misma, acaso la más natural que puede despertarse de la alianza entre el esfuerzo y la naturaleza.

Cuando acabó el campeonato y por tanto el sonido, aquella música, a veces molesta, lo confieso, es ahora como un hueco, como una añoranza. Ver a estos jóvenes como danzarines del mar es uno de los espectáculos más hermosos que haya visto nunca en Tenerife, aparte del amanecer en el Teide o la puesta de sol en el Puerto de la Cruz desde el Taoro.