Ante todo, acuso recibo aquí de una carta del buen lector de periódicos que es Evaristo Fuentes, amigo de La Orotava y de EL DÍA. Con respecto a la columna del último sábado, me dice que Vicente Mortes Alfonso, el ministro de la Vivienda de Franco que se asustó de la pobreza en Santa Clara, dijo lo mismo al llegar a La Gomera y ver las barbaridades que se hicieron en el Paseo de Colón. Seguro que fue así; ese día no estuve yo en La Gomera y no puedo dar fe. Doy fe de lo que pasó en Santa Clara. "Se me cae la cara de vergüenza", dijo allí Mortes. Con razón.

Y con sus razones el jefe de prensa del ministro, un joven apuesto de cuyo nombre me da rabia no acordarme ahora, acudió a EL DÍA para que el periódico censurara... al ministro.

La censura existía, vaya que sí existía; estaba atenta hasta la madrugada; el periódico, durante un infinito periodo de años, no salía hasta que el lápiz rojo no daba el visto bueno. Quitaban, a veces por hacer algo, menudencias o tonterías; pero a veces iban a la matriz del periódico para arrancar todo tipo de informaciones que el censor (tenían nombres y apellidos, iban de copas con los directivos y con los redactores: en Santa Cruz nos conocíamos todos) juzgara indignas de ser publicadas en un diario español.

No había reglas, pues, había ocurrencias; como los periódicos se hacen de un minuto al otro, los censores tenían que actuar con urgencia, circunstancia que explicaba su estupidez. Actuaba así en toda España; y en épocas de excepción, que en mi tiempo de vida de periodista fueron muchas, el lápiz rojo se ensañaba con asuntos, frases o hechos que hoy daría risa recontar.

La que viví más de cerca tiene que ver con la situación, entonces calamitosa, en el Sur. Hicimos Elfidio Alonso y yo, y otros que nos acompañaban, como Enrique Martín (que hacía las fotos) y Miguel Álvarez Cambreleng, que hacía entonces de acompañante a todas partes, muy agradable persona como los ya citados, una serie que se llamaba El Sur tiene tres letras. Eso nos llevó al subdesarrollo latente entonces en aquella zona que estaba siendo rescatada del lamentable olvido; a las urbanizaciones que empezaban a nacer con descuido suicida, y, en definitiva, a la arruinada realidad de una zona a la que el tiempo dotó luego de milagros y de sustos.

Nosotros, en definitiva, queríamos contar qué pasaba en el Sur, al que se le estaba abriendo, espléndida y controvertida, la autopista que cambió para siempre la ventana de la historia. Y contábamos todo lo que veíamos, con la arriesgada mirada del que va descubriendo una a una las perlas, oscuras o brillantes, de la vida de nuestra tierra. Eran viajes muy intensos e interesantes; habría que tener la memoria de Elfidio para recordarlo todo muy bien, pero de algo sí me acuerdo muy bien. Fue de lo que el censor (cuyo nombre propio tampoco olvido, era el de un prócer que posaba luego de liberal entre nosotros, en la sociedad de la burguesía isleña) quiso que no saliera publicado, y tachó, ahí sí vi el lápiz, con lápiz rojo.

Vimos en Las Galletas algunas viviendas extremadamente pobres; a través de los ventanillos de esas casas podían contemplarse los dormitorios, con sus camas hechas o deshechas. Y a través de uno de esos ventanillos vimos que la gente aprovechaba mantas del cuartel, oscuras y ásperas como corresponde, se supone, al carácter militar, para abrigarse en los improbables inviernos del sur, donde a veces también hace frío.

Y eso pusimos en uno de los reportajes de la serie, que la gente se abrigaba "con las mantas del cuartel".

Al censor esa realidad se le hizo inconveniente, y con la minuciosidad que no daba lugar a dudas tachó el párrafo, que luego hubo que rehacer con cualquier cosa o bien se dejó en blanco como inmaculada expresión de la tontería.

Hubo muchos más casos, pero ese me parece significativo, porque incluye una de las bestias sagradas de la vida de entonces, la vida militar, estamento intocable, aunque fuera en ese contexto tan inocente.

Lo peor de la censura no era su carácter estúpido, sino su carácter imperioso, inapelable. Actuaba de otros modos también la censura. Estaba la censura de las personas, no sólo de los textos. Otro día iré a ello con más amplitud, pero quiero contar, a este respecto, lo que me ocurrió a mi mismo con un gobernador civil de entonces. Me habían quitado el pasaporte, nunca supe bien por qué, podía haber sido por cualquier cosa en aquellos tiempos; supe, ya en democracia, que aquel gobernador me había denunciado por haber escrito, en este periódico, un breve comentario sobre escenas de hambre en Santa Cruz.

Y recuerdo muy bien también lo que ocurrió con un humilde cartero de Santa Cruz. Hacíamos el querido Julián Ayala y yo una sección de doble página, La Calle Actualidad; en ese ámbito yo mismo hacía entrevistas (con sus fotos) callejeras; y entrevisté a un cartero. Él me advirtió que no debía salir publicada su cara. Ni su nombre. Así que saqué la foto de su cartera. Por ese detalle dieron con él y lo sancionaron.

Estaban ahí, con el lápiz rojo; lo usaban de verdad y eran implacables. Aquello era una dictadura y no era ninguna broma. Era despiadada y ruin y eso pasó entre nosotros mucho tiempo después de la Edad Media.