La borroka catalana ha venido; todo el mundo sabe cómo ha sido: incitación al odio, mentiras y delirios de diferencia. También sabe todo el mundo que irá a más por dos razones: porque los gamberros, como los atletas, tienden a superar su propia marca, y por la benevolencia con que son juzgados, calificando sus violentas acciones pandilleras de actos simbólicos. Es el mismo estilo con el que el PNV alcanzó sus más altas cotas de miseria moral, refiriéndose a los asesinos de ETA como "los chicos", con aire falsamente consternado y cogiéndose el pene de la pena con papel de fumar, no sea que fueran a mancharse siendo demasiados severos.

En Cataluña, los "senior" justifican las gamberradas con ese tropo cateto de "acto simbólico", como si el susto, la violencia y el impedir la libertad de los demás fueran una bella metáfora, o los que quieren pasar por sensatos dicen que no están de acuerdo, o sea, como ese PNV que tampoco estaba de acuerdo en que se le pegara un tiro en la nuca a funcionarios, políticos o periodistas. No estaban de acuerdo en las formas, pero pasado el mal trago acudían presurosos a recoger las nueces que podían haber caído, tras la sacudida del nogal a manos de "los chicos".

La borroka a la catalana ya tiene también sus chicos -todos mayores de edad-, que ahora se limitan a meter miedo a los clientes de los restaurantes, pero que, al no ser denunciados, pasarán a la cocina a mearse en los pucheros, eso sí, como un acto simbólico que joderá la caldereta de langosta. La kale borroka se neutralizó como el exceso de velocidad: a base de multas. No hay nada mejor para apaciguar los actos simbólicos que las multas concretas. Y, a medida que tuvieron que rascarse el bolsillo, fueron decreciendo. En Cataluña va a ser más difícil, porque el incipiente y soñado estado totalitario catalán no está por la denuncia ni por la identificación. Otra señal identitaria.