No nos engañemos. En el fútbol, del que tanto se ha hablado siempre, fue siempre, por desgracia, fuente de diretes y de dimes, inagotable tema de conversación y, por supuesto, de sospecha. Recuerdo que cuando llegué a EL DÍA no estaba Tinerfe, su espléndido jefe de Deportes, tan apasionado por su amor a Franco y tan respetuoso con los que no compartíamos esa pasión. Y no estaba Tinerfe porque un presidente del Tenerife, equipo al que él seguía con devoción cercana a su pasión franquista, lo persiguió en los juzgados por vete tú a saber qué querellas. Lo cierto es que era un hueco importante en el diario, al que volvió después de su destierro.

Tinerfe vivió ese destierro trabajando en El Alcázar, periódico de ultraderecha que hasta el final de sus días (dirigido por Antonio Izquierdo, tan contrario a su apellido) mantuvo en pie (y en pie de guerra) su ansiedad porque volviera Franco. Él ayudó en los procedimientos para esa vuelta, hasta provocar, con otros nostálgicos, el golpe del 23 de febrero de 1981. Pero para entonces ya Tinerfe llevaba mucho rato en EL DÍA de nuevo.

Recuerdo que cuando Tinerfe sufrió ese destierro alguien de mi familia, que conocía muy bien la historia del Alcázar de Toledo, que de ahí venía el nombre del periódico, se extrañó de lo que iba a ser de nuestro querido periodista deportivo, ya que el Toledo era de regional o de tercera división y seguramente no generaría tantas noticias. Desconocía en ese momento mi pariente que El Alcázar siempre se editaba en Madrid y no en la capital de las tres culturas... y del Alcázar.

Lo cierto es que estaba desterrado, y eso no fue lo primero que yo supe de las consecuencias de los chanchullos del fútbol, que ahora cobran relevancia por la reciente acción judicial contra Ángel María Villar y contra nuestro paisano Juan Padrón, entre otros relevantes directivos de la Federación Española de Fútbol. Las acusaciones son tan respetables como la presunción de inocencia que acarrean, y por tanto es inútil que prolongue aquí mis juicios sobre el tema; no por arriesgado, naturalmente, sino, también naturalmente, por respeto a lo justicia y a los justiciables.

El fútbol siempre ha dado de sí este tipo de querellas. Pasó con don Pedro Escartín, el destacadísimo árbitro y cronista, que fue muy conocido porque una vez se dejó en un taxi papeles comprometidos en un taxi madrileño; el escándalo que hubo luego aún está en la memoria de los que coleccionan chascarrillos del fútbol. En esa adolescencia yo me hice aficionado, escuchaba la radio a cada momento, buscando diales que dieran fútbol, y por la radio que escuchaba apasionadamente me entró la afición al Barcelona. Algunos aún me preguntan por qué, siendo (creen ellos) natural que me hubiera hecho del Madrid. Sucede que entonces en mi barrio se escuchaba mejor la sintonía que venía de Barcelona, y con el Barça sintonicé. Y ya de ahí no me arrancará sino la eternidad, pues no pienso renunciar a eso tan preciado para mi como la afición al fútbol. Y al Barça.

En esa radio que sintonizaba para buscar fútbol estaba cada tarde un entusiasta, como Tinerfe, Avelino Montesinos, a quien conocí también, siempre cerca de la Plaza de Weyler, no recuerdo por qué. Avelino hacía cada día el programa deportivo de las cuatro de la tarde, en Radio Club Tenerife. Y a veces se iba con el club representativo a la Península a retransmitir partidos, o los retransmitía cuando se celebraban en el Heliodoro Rodríguez López. En una de esas retransmisiones, este hombre, tan devoto de Franco como nuestro compañero, sufrió un lapsus calamitoso. Mientras el árbitro pitaba desfavorablemente para los intereses isleños, él exclamó, para reprochárselo: "¡Gallego tenía que ser!" El árbitro era gallego... como el Caudillo. El desliz le costó caro a Avelino Montesinos, y a los oyentes, que nos quedamos un tiempo sin escucharlo.

Mi primer trabajo periodístico fue como cronista deportivo, supongo que ya lo he contado aquí. Escribí una crónica para Aire Libre de don Julio Fernández y ya nada nunca me ha despegado de la escritura sobre fútbol. Por entonces leía la revista Dicen, que venía desde Barcelona y que se dedicaba, sobre todo, al Barcelona, mi equipo. Ahí escribía mi maestro Gonzalo Suárez, con el seudónimo de Martín Girard. Martín Girard era mi ídolo, daba cualquier cosa por leer sus artículos, tan llenos de la sabiduría y el ritmo que han distinguido siempre al impar Gonzalo, uno de los escritores españoles más importantes de la última parte del siglo XX y de este siglo.

Fue tal mi pasión por el Dicen que una vez lo robé de la estantería de la Librería Sixto, en plena plaza de Weyler ya citada. Iba con mi madre a examinarme a Santa Cruz, era un muchacho y burlé la vigilancia materna para arrancar de su soporte la ansiada publicación. Ante el sonrojo de mi madre, se acercó por detrás un joven dependiente y me la quitó de las manos. Añadió a la regañina de mi madre esta jaculatoria:

-¡Niño! ¡No se roba!

Nunca más robé nada, la verdad, pero en aquella ocasión cayó sobre mi la sensación de culpa más terrible que tuve hasta entonces. El joven que me arrebató de las manos el género robado era Floreal Concepción, que estuvo al mando del fútbol juvenil por entonces en la isla y, más tarde, de los deportes en la Comunidad Autónoma. Él fue, un año más tarde, el que me nombró seleccionador de fútbol de alevines de la Zona Norte de la isla, pues ya entonces yo era conocido como un ojeador futbolístico por mis crónicas en aquel periódico en el que empecé como jovencísimo redactor. Él nunca supo que yo había sido el mismo que había intentado robar el Dicen.

Cosas del fútbol, y cosas que el fútbol da de sí. Ahora lo que ocurre parece que es mucho más grave que robar el Dicen.