Si el Colegio de Arquitectos de Canarias fuera catalán sería un monumento. Pero es canario, y aquí nos importan las cosas si además se comen, se bailan o se cantan. Y el Colegio de Arquitectos de Canarias es un estupendo edificio (de Vicente Saavedra y Javier Díaz Llanos, que ahora son objeto de un homenaje expositivo en Santa Cruz) con una importante historia, que tiene ante sí una escultura bellísima de Martin Chirino y que ya no es, como casi todo lo que fue grande antes de esta larga y maldita crisis, lo que era. Y no por su culpa, quiero creer que no es por su culpa.

Pero lo fue, fue muy grande; y en la época de Rubens Henríquez, el extraordinario arquitecto que acaba de fallecer, fue muy importante para aglutinar, de nuevo, a varias generaciones de creadores y críticos, arquitectónicos o artísticos, literarios o sociales, que se empeñaron en ofrecer una identidad cosmopolita y abierta a la ciudad que acoge tanto esa sede como aquel espíritu. Santa Cruz fue, en el siglo XX, una ciudad que miraba más allá del mar, y en la que sobre todo había mar, antes de que el horizonte se llenara de contenedores. Ahora vive la ciudad una cierta tendencia al ensimismamiento que se revela en el desinterés que exposiciones extraordinarias y otras actividades públicas merecen por parte del gentío que, en ocasiones como los Carnavales, se ve que existe en esta hermosa parte del mundo.

Pero en aquel momento, por el impulso de Rubens Henríquez, Vicente Saavedra, Eduardo Westerdahl y otros cómplices de la felicidad de hacer cosas, cristalizó ese espíritu isleño, cuya condición humana se puso de manifiesto en una actividad insólita, de discusión y de animación, que se llamó Exposición Internacional de Escultura en la Calle. Además, con motivo de la inauguración, en 1972, del Colegio en la Rambla del 11 de febrero, que así se llamó por la primera República, se celebró un muy bien cuidado debate sobre la ciudad y el urbanismo contemporáneo en el que participaron invitados de mucho renombre nacional e internacional. A la inauguración propiamente dicha vinieron, también, dos amigos que en un tiempo fueron inseparables, Joan Miró, el artista de los ojos grandes, y Josep Lluis Sert, el arquitecto de la pajarita pero también de tantos edificios ilustres, al que también se le dedicó un muy celebrado homenaje.

EL DÍA sabía que yo era un entrometido y me mandó a cubrir paso por paso todos aquellos acontecimientos, y estuve en lo privado y en lo público, tratando de conocer de cerca no sólo el desarrollo de los actos protocolarios sino todo aquello que tuviera interés público de lo que se hacía en privado. Por esa razón estuve en cenas y encuentros informales, de los que fui dando cuenta a los lectores, con entusiasmo, debo decir, y con alegría. Uno no sabe que algo es histórico mientras lo está cubriendo, pues el periodismo, por muy cercanos que nos ponga a la historia, es en esencia una crónica, algo liviano que va diciendo, pero que no va fijando; uno no lo sabe, yo no lo sabía, pero en aquel momento estábamos viviendo un instante histórico del que hay referencia en las hemerotecas pero me temo que la ciudad se olvidó de él, como se olvidó de prolongar, e incluso de cuidar o estimular, la irrepetible (e irrepetida, eso es lo malo) I Exposición de Escultura en la Calle.

Uno de aquellos conciliábulos a los que asistí fue una conversación casual entre Eduardo Westerdahl y Joan Miró, que ya se conocían de los viajes del surrealista a París y a Barcelona, tanto en la preguerra como después, cuando Eduardo prolongaba sus buenos contactos internacionales, como amigo que fue de Picasso y del propio Miró. En aquel tiempo Miró y Picasso formaban parte del estrellato plástico mundial como los dos españoles más importantes de aquel entonces poco nutrido firmamento. Debían tener disputas como las que hubo entre Ernest Hemingway y Francis Scott Fitzgerald, aunque de menos violencia. Miró, por cierto, aparece en París era una fiesta, del primero de los citados, arbitrando un combate de boxeo en el que intervenía Fitzgerald. Pero este Miró que vino a Tenerife ya era un hombre mayor, sonriente y callado, que no se parecía en nada aquel mozalbete que describe el autor de Los asesinos.

Pero era un hombre extremadamente amable y educado, casi naif, como muchos de sus cuadros y como esos ojos que siempre parecían asombrados, como los de un niño. En aquella ocasión le estaba explicando a Westerdahl, que también parecía un niño, pero un poco más travieso, el misterio de las cebollas: tú cortas una cebolla por la mitad, le decía, y observas que una parte y otra son perfectamente simétricas. Cuando uno escucha hablar a los artistas busca siempre algún significado a sus metáforas, más allá de la física de las metáforas. Pero luego me dio la impresión de que aquello decía lo que decía: que las cebollas son simétricas en su interior, y nada más.

Pero en aquella conversación hubo más. Recuerdo que Miró tenía tendencia a subir y bajar los codos cuando quería ponerle énfasis a las cosas o, simplemente, cuando hablaba de cualquier cosa, fuera esta intrascendente o no. Y como estaba en el aire el asunto del Guernica de Picasso y la reclamación española (aun no oficial, pues el franquismo no hizo nada por ese cuadro: le hería la vista) de que fuera restituido al patrimonio nacional, le pregunté a Miró por el Guernica, por el significado del cuadro, por su trascendencia. Picasso aún vivía, Sert fue el que hizo el Pabellón de París donde se exhibió su muy famoso cuadro y la ocasión parece que propiciaba la pregunta a Miró: ¿Qué significa para usted el Guernica, maestro?

Miró levantó los codos varias veces, y cuando parecía que iba a hacer una declaración solemne, exclamó, siempre levantando los codos como si le diera aire a su cuerpo:

-¡El Guernica, puñetas!

Nunca escuché algo tan contundente, y tan expresivo, sobre un cuadro del que tanto se ha hablado.

Y nunca, por otra parte, Santa Cruz tuvo, en el siglo XX que yo conocí, tantas razones para sentirse culturalmente grande. Fue, entre otros, por Rubens Henríquez, al que tengo el honor de dedicar esta memoria de hoy.