Fue la primera de nuestra juventud y la esperábamos con cierta inquietud, por lo que nos propusimos andar el camino la víspera de aquel mes de mayo partiendo desde Valverde hacia El Mocanal, para, una vez subida la cuesta de Betenama, adentrarnos en la mole de Los Lomos, dejando atrás el lugar donde estaba el Garoé, abarcando con la mirada la comarca de Azofa y la inmensa planicie de Nisdafe, donde las amapolas, que se entremezclaban entre los trigales y las vainas de las habas, daban al ambiente una serena gratitud.

Bordeamos la cresta de Malpaso teniendo a nuestros pies la isla partida en dos, donde las imponentes laderas del Julan soñaban historias de pastores y de navíos que recalaban a sus costas rindiendo honores a los bimbaches aposentados alrededor del Tagoror.

Fue una caminata que deseábamos hacer los recordados amigos Fernando Rivera, Pepe Reboso, Manolo Trujillo, Luis Espinosa, Ceferino Sánchez, Ramón Ayala y alguno más que se me escapa de la memoria, los que una vez, pasando por la rayas del Cepón, la de la Llania, Binto, Tegeguate, las Cuatros Esquinas, llegamos a La Dehesa al atardecer y, saludando a algunos peregrinos que iban a hacer noche en las dependencias aledañas a la Ermita, nos dirigimos hacia la Cueva del Caracol dispuestos a pasar la noche.

Noche que recordamos no solo por el jolgorio y por los cuentos que se fueron desgranando por unos y otros, sino por el intenso frío que tuvimos que soportar hasta las cinco de la madrugada, cuando, muertos de sueño, nos dirigimos a la Ermita para a las seis iniciar la ruta hasta Valverde.

Ascendimos por la ladera, Piedra del Regidor arriba, donde paulatinamente se fueron incorporando la gente de Sabinosa, de Los Lanillos y El Pinar, con las alforjas que cargaban sus burros repletas de comida para la familia y para cualquier peregrino que se acercara, donde las chicas acompañaban al paisaje esplendoroso con sus risas luciendo sus amplias y coloridas pamelas

Fue una Bajada que hemos situado en los mejores recuerdos, donde el mantel de la Cruz de los Reyes se hizo único, abarcando toda la explanada para, una vez que refrescamos la garganta por el polvo del camino con las botas de vino y la exquisitez de las quesadillas herreñas, se reiniciaba el camino hacia la Villa, donde había que llegar a las siete de la tarde.

Y así fue. Llegando la comitiva a la montaña de Ajare, nos despegamos de ella para contemplar desde la distancia el inigualable espectáculo engrandecido cuando todos, peregrinos y bailarines con sus chácaras, tambores y pitos, inundaron de sentimiento el recinto de la iglesia de la Concepción, donde se nos puso un nudo en la garganta y el sentimiento de vivencias ancestrales se estiró hasta el infinito.