El Rey quiso celebrar sus tres años al frente de la Jefatura del Estado vestido con el uniforme de verano de almirante de la Armada, a bordo de un barco de guerra y teniendo al lado a su padre, vestido de igual guisa. Podría haber elegido otros muchos escenarios, algún mensaje menos silente, alguna imagen más familiar y menos formal, acaso más social. Pero escogió, para su propio aniversario en el trono, otro aniversario: la conmemoración de los trescientos años de la Real Compañía de Guardiamarinas. Un marco inmutable, en la ría de Pontevedra y ante los buques de la Armada, para señalar un trienio en el que Felipe VI, una figura aparentemente impasible, ha sido testigo de excepción, y si se quiere también un poco protagonista, de nada menos que un cambio en el orden de cosas mundial y también, aunque de otra guisa, en el nacional. Ni el "brexit", ni Trump, ni Macron ni, aquí en casa, el auge de Podemos o el viaje de ida y vuelta de Pedro Sánchez, eran, desde luego, imaginables cuando, aquel mes de junio de 2014, en un afortunado traspaso de poderes, se producía la abdicación no tan inesperada de Juan Carlos I y la asunción a la Corona de Felipe VI. Se iba el Rey carismático y ya muy discutido y llegaba el Rey prudente, en ocasiones algo hierático, que iba a devolver a la Monarquía una parte del prestigio perdido. Ahora, la forma del Estado no parece ser lo más prioritario ni urgente que deba ponerse sobre el tapete del nacional-debate, cuando las formaciones políticas son un puro hervidero, el país se halla inmerso en un proceso contra los pasados años de corrupción desaforada y, lo peor, la "pasión de catalanes" regala a los españoles cada día un nuevo sobresalto. Aprovecho este aniversario para insistir, como monárquico crítico que me autotitulo, en el papel esencial que ha de jugar Felipe VI.

El año pasado, ese desdichado 2016, los vaivenes de nuestros políticos y la indefinición legal a punto estuvieron de abrir un serio boquete en la nave de la Jefatura del Estado. Voces sensatas hablaron entonces de la necesidad de una reforma constitucional que reforzase el papel del Rey y diese algo más de contenido a su figura. Y, de paso, que esta reforma constitucional modernizase y flexibilizase algo nuestra ley fundamental en lo referente a la unidad territorial, a la reforma de las instituciones y a otros varios aspectos, incluyendo entre ellos ese malhadado artículo que aún hace primar al varón sobre la mujer en los derechos sucesorios al trono. Luego, con las dos victorias electorales de Rajoy, llegó esa cierta estabilidad, tan provisional, que nos ha llevado a buenos resultados en las cifras de empleo y a seis meses de olvido de aquellos propósitos regeneracionistas. Como si ya no hiciese falta tocar nada, ni la designación del fiscal general del Estado -y mire usted la que se ha organizado-, ni los cambios en la Administración, ni el Título VIII, que habla del Estado de las Autonomías. Nada. En boca cerrada no entran moscas y quien no arriesga no pierde (es cierto que tampoco gana mucho, pero...).

España tiene, como sus máximos exponentes políticos, a un jefe del Estado que no habla sino en ocasiones solemnes y pautadas, extremando siempre las cautelas; a un jefe del Gobierno que procura hablar lo menos posible y, cuando lo hace, procura ser evanescente y no dar titulares; a un curioso jefe de la oposición que lleva tres semanas de ganador de sus elecciones internas sin ofrecer una triste rueda de prensa; a otro líder opositor que goza pisando todos los charcos pintorescos que sus ocurrencias le deparan y solo visita platós amigos..., y a un personaje sensato, que hace buenos diagnósticos y que, a la hora de las soluciones, procura no arriesgarlo todo, contra lo que ha hecho su admirado Macron. Más claro: ¿cómo es posible que Albert Rivera rechazase la posibilidad de entrar en el Ejecutivo presidido por Rajoy cuando tenía la posibilidad de hacerlo y de forzar esas reformas que tanto anhela?

Esta es la España silente, algo apática, en la que muy escasas voces se alzan para decir la verdad, para combatir seriamente la corrupción y los oportunismos, y se dan muy pocos discursos de hombres de Estado, o de intelectuales comprometidos. Felipe VI, a mi juicio acertando solo a medias -de él esperamos palabras que alienten el espíritu nacional ante la tentación secesionista- ha querido celebrar su primer trienio en el puesto de trabajo apelando a valores clásicos. Y, ciertamente, en algo tradicional ha de sustentarse el nuevo arquitrabe. Pero ahora, cuando enfilamos el cuarto año de mandato del que probablemente esté siendo el mejor y más prometedor Rey que ha tenido España, ha llegado, creo, el momento de dar pasos decididos hacia adelante. Porque así no se puede seguir.