A seis décadas de su llegada, el escritor irlandés relata en primera persona sus andanzas por la Piel de Toro, las claves de su atracción por los paisajes y paisanos de un territorio que le ganó por los perfiles montañosos del norte, la gravedad de la meseta castellana y, tras el precipicio, el misterio y la pasión del sur, magro y sensible; y, claro está, por el carácter diferenciado de su gente. Ian Gibson (Dublín, 1939) descubrió su nueva residencia en el mundo por los hispanistas europeos que, desde el convulso XIX, investigaron la vida y la historia del país del que, una vez conocido, "nunca se regresa".

Con ecos y matices americanos, el idioma lo aprendió con un libro fundamental -"Azul"- y un autor suntuoso -Rubén Darío-, que, más allá de la estética, contagió el modernismo a los creadores más cultos e inquietos de España y América. A las escenas fantásticas y al primer nombre se sumaron, poco después, dos personajes unidos por talento y singularidad y separados por su biografía y ética. Salvador Dalí, cuyos mundos revelan arcanos inconscientes de la identidad nacional y que, contra fans y detractores, tiene ganado peldaño en el arte universal; y Federico García Lorca, el poeta mayor de la Generación del 27, y el revitalizador de la escena española.

Con veintiséis años e instalado ya con su familia, inició sus investigaciones sobre las raíces populares en la obra lorquiana. Sin embargo, su interés y el silencio y censura le llevaron a escudriñar, con tesón y constancia, la vida, la creación poética y dramática, sus relaciones artísticas y personales, su asesinato y el posible paradero de sus restos. Lo bautizó como "el desaparecido más famoso del mundo" y acaso sea hoy el ancla más sólida que lo vincula sentimentalmente a nuestra historia y cultura.

Nacionalizado desde 1984, subraya una conocida pulsión española -"aquí todo el mundo quiere hablar, acaso porque han estado silenciados mucho tiempo"- y la necesidad imperiosa de escuchar. Destaca entre sus numerosos entrevistados a Santiago Carrillo y José María Gil Robles -por el tiempo vital compartido y la distancia ideológica entre ambos- y, tras confesar su amor y rabia -esto es la pasión con todas sus consecuencias-, avanza como posible alternativa de futuro para la Península Ibérica una república federal en la que quepan todas las singularidades que la engrandecen.