Muchas veces, cuando pensamos en quién gestiona y mantiene nuestro medio rural, nos acordamos solo del personal que las administraciones tienen destinado a esta área; a veces reparamos también en los trabajadores de la agricultura y ganadería, que son también parte importante del mantenimiento de nuestro medio y paisaje. Pero casi nunca caemos en que tenemos un amplio colectivo que no está dado de alta como agricultores, que muchas veces ni siquiera vive allí, pero que es fundamental en la gestión de nuestro campo.

Hay una importante parte de nuestra población que va a nuestros pueblos en su tiempo libre, lo que se viene a llamar agricultores de fin de semana. Son personas que realizan una importante labor de cuidadores del medio rural y que son clave en la producción local de cultivos como papas, vid, hortalizas, frutales e incluso ganadería, y que tienen también una influencia destacable en los cultivos de exportación como plátanos, aguacates, flores, etcétera. Si bien estos cultivos les generan unas rentas complementarias, en la mayoría de los casos se acercan al campo por motivos personales y culturales.

Si pensamos en la evolución de la población canaria, esta se concentra cada vez más. No solamente en las grandes capitales, sino en centros administrativos como Arucas y Telde, El Sauzal y el Valle de Güímar, así como los enclaves turísticos del sur de Tenerife y Gran Canaria, y en menor media los focos del Valle de La Orotava y Gáldar Guía. Si bien en las dos islas más orientales la dispersión de los núcleos turísticos difumina esta tendencia, en las otra cinco se ha producido un despoblamiento en casi treinta municipios, de tal forma que en los últimos veinte años han perdido población dos municipios en El Hierro, siete en La Palma, dos de La Gomera, cinco en Tenerife y seis en Gran Canaria.

Pero los problemas en nuestros pueblos son mucho más que una fría estadística. Se sufre un progresivo desmantelamiento de su sociedad, con la pérdida de su patrimonio, historia y cultura. Desaparecen bancales y caminos, establos, bodegas y casas enteras, estanques y atarjeas, pero también desaparecen sin remedio el conocimiento y el cariño por un territorio, las raíces y los valores de la tierra; son muchos los elementos de identidad históricos que se pierden, sin que sea posible recuperarlos ni mucho menos contabilizarlos en el PIB o en el déficit público.

Otro aspecto destacable de la despoblación de nuestros pueblos es la cantidad de recursos que dejamos ociosos. No solo hablamos de tierras de cultivo cubiertas de maleza, sino de caudales de agua potable sin gestión, como en La Gomera y La Palma. Todo ello mientras se registran en Hermigua quince agricultores dados de alta en la seguridad social, cuatro en Agulo, cinco en Artenara, cuarenta en Fuencaliente, mientras los campos de vid están llenos de matojos donde propagarse los fuegos en verano hasta la orilla del mar.

Necesitamos otra estrategia ante los problemas sociales en Canarias, replantearnos como queremos dar salida a nuestra población desocupada con los recursos disponibles. Nuestro modelo de sociedad de consumo, basada en los servicios y los grandes núcleos urbanos, presenta problemas de desarraigo, sostenibilidad y gestión ambiental. Necesitamos cambiar también nuestra normativa y sistema administrativo. Administraciones como hacienda, inspección de trabajo, agencias ambientales, han de entender que el apoyo entre vecinos como el trocapeón o la gallofa, la venta de un saco de papas o un garrafón de vino nos es fraude, o que el arreglo de un gallinero, levantar una pared o limpiar de matojos una parcela no son atentados ambientales.

Necesitamos que la nueva ley del suelo contribuya de verdad a un cambio en nuestros campos. Pero necesitamos también un cambio en la visión que todos hacemos de nuestros pueblos. Ciudad y campo no son enemigos, deben ser complementarios y aliados en un futuro sostenible para nuestra gente y nuestras islas.

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