Un día antes de los octavos de final del Mundial de México 86, el seleccionador argentino Carlos Salvador Bilardo entendió que la lectura no hace al deportista peor futbolista, aunque tampoco mejor. Jorge Valdano leía, devoraba libros en las concentraciones mientras el resto de sus compañeros tomaba mate y jugaba a las cartas con el mismo entusiasmo que un carnívoro a la espera de su asado.

Un tío raro, excepcional por fusionar la relación con el balón y las novelas de Cortázar, Vargas Llosa y García Márquez. Desde su etapa de juvenil en Newell''s Old Boys, los libros formaban parte de su ritual diario después de los entrenamientos. Los hay más arriesgados, aquellos que leían relatos prohibidos, como es el caso del delantero vigués y compañero de Di Stéfano en el Real Madrid de los cincuenta, Manuel Fernández Fernández, quien retaba a la censura franquista leyendo a Tolstoi y a Dostoievski. Luego, anécdotas más cercanas, como la de Juan Mata, jugador del Manchester United, que fue bautizado como el "futbolista ilustrado" por el mero hecho de leer a Murakami.

La imaginación es caprichosa, pero en un mundo ficticio donde la lectura tuviera la categoría de cuestión de Estado, Leo Messi animaría a la lectura de Franz Kafka, Truman Capote, Jane Austen o Charles Bukowski, mientras que Cristiano Ronaldo criticaría duramente el desafío a los estereotipos de Charles Dickens o la sutil descripción de perfiles humanos de James Joyce. Ya se sabe que leer aumenta la perspectiva que tenemos sobre las cosas, alimenta la imaginación y la creatividad, estimula la conectividad neuronal y, sobre todo, hace a los hombres más libres y menos maleables. Aun así, si se conociera a los escritores como a los deportistas de élite, al igual la cosa iba cambiando poco a poco.

El ejemplo aleccionador en los futbolista se convierte casi en una situación testimonial, pero ¿y en los políticos? El escritor mejicano Carlos Fuentes afirmó una vez que no es necesario que los representantes públicos sean buenos con las lecturas. En el caso español y canario, la mayor parte de los ejemplos y las buenas iniciativas se resumen en celebrar el Día del Libro y, luego, las letras se guardan hasta el año que viene.

Los políticos mejorarían en sus acciones y fundamentarían mejor sus decisiones de gobierno si leyeran a Aristóteles o a San Agustín de Hipona; quizá a Tomás Moro o a Adam Smith. Nuestros vecinos franceses nos sacan algo de ventaja con una población más implicada y educada en el compromiso de nación a través de la lectura. Tal es así que los casi 66 millones de habitantes de este país, el segundo más poderoso de Europa y una de las ocho economías más fuertes del mundo, dedican ocho horas semanales a la lectura.

Dejando de lado los datos macro, es extraño ver a un niño leyendo en una plaza mientras sus compañeros juegan con la pelota, la tablet o cazan pokemons. Recuerdo cuando, caminando por un concurrido parque de la capital tinerfeña, un peculiar crío de unos 13 años animaba su tarde leyendo al escritor italiano Antonio Gramsci, mientras los desaforados viandantes pasaban a su lado sin percatarse de un hecho extraordinariamente asombroso. Tengan por seguro que los raros éramos nosotros.

@LuisfeblesC