La isla verde, una de las más bellas islas del mundo; hecha hacia arriba, como si mirara al cielo, y de hecho mira al cielo, el mejor cielo del mundo. Volcán, lenguas de fuego, lava y verde. Y ahora fuego. El maldito dios del fuego malo destruyendo ese paisaje natural y humano, la muerte vestida de fuego acechando la sosegada paz de los verdes.

Fuego en los montes de El Paso, de Mazo, fuego en los montes y en la frontera de las casas. La desgracia del azar, un papel quemado, miles de personas desplazadas, algunos quieren, como si las llevaran consigo, seguir en sus viviendas, luchar desde dentro para vencer ellos mismos el fuego. No se puede, no se debe: el fuego lo han de combatir los que saben, así debe ser, y uno que sabía mucho, un héroe civil, perdió la vida haciéndolo. Honor a él, rabia ante el fuego que lo mató.

Y el fuego sigue al amparo del calor y del viento. En la vida ocurren cosas así: lo que es bueno, el fuego, el aire, el viento, de pronto se vuelve contra ti con su violencia intrínseca, su enorme ventolera destruye hogares y verdes, y de pronto es secano hasta el aire que respiramos.

El fuego que purifica se hace maldito en seguida, una lengua voraz que atraviesa los jardines del mundo; en medio de la belleza siempre aparece una piedra caliente que contagia de su fuego los alrededores, y gran parte de la isla se hace fuego ella misma; la desolación de las voces aparece por las televisiones, son seres a los que hemos visto en esas carreteras o en estos bares, en las calles, regando sus jardines, con las bocas de riego que ahora quieren multiplicar hasta el infinito del agua.

Pena de La Palma ver mancillada su gloria verde. La isla bonita, la de Luis Ortega, Luis Cobiella, Elsa López, Domingo Acosta Pérez, Mauro Fernández, Malula, los jóvenes que vi trabajar en el Astrofísico, los jóvenes políticos que ahora tienen las riendas de la isla con los que almorcé pescado en Santa Cruz... Antonio Abdo, Pilar Rey..., de pronto la isla es sus nombres propios, Nicolás Melini llorando en Madrid, los poetas y los seres a los que nunca he visto y que ahora son familiares, sus barbas de días, sus delantales sucios de trabajar contra el fuego... La isla es de pronto todas las islas Canarias, el sol arriba, o la niebla de la noche, y al fondo de esa imagen triste una lengua de fuego que se alza indómita como una amenaza gris.

Vendrá el sosiego, la isla recuperará el color natural de su cara; esta tragedia de fuego y ventolera, de verano y humo, pasará a la historia como otras historias de las que regresó La Palma para bañarse de nuevo en sus glorias de verde. Ahora que la recuerdo es un mapa perfecto, una geografía querida por su belleza y por el arte con que ha guardado su configuración, su hechura, agrandada una vez por aquel volcán, el Teneguía, que ahora parece una metáfora de la isla y que entonces fue una belleza natural que nos atemorizó a los que escuchamos de cerca el crepitar de las cenizas.

La bella isla de La Palma, herida. Dijeron El Paso y me acordé de don Pedro Capote, el viejo tabaquero al que hice la primera entrevista de mi vida, en este periódico EL DÍA, y dicen Mazo y recuerdo como si fuera anteayer la casa rotunda y pacífica de Jerónimo Saavedra, y dicen monte y geografía y caminos y veo a Mauro Fernández dando con su razón y su paciencia la luz que tiene a la isla que ama.

Amo La Palma y la respiro; lloramos por ella porque el fuego que la abate es ceniza en nuestro corazón de canarios que miramos al paisaje porque es el alma de lo que hemos visto en la vida.