No es una enfermedad, pero sí una sensación de temor y angustia incontrolable a los espacios cerrados, como ascensores, cabinas, habitáculos... Habitualmente no lo soy, pero en tres ocasiones he sentido esa conmoción en el mismo sitio, que no es precisamente pequeño: el aparcamiento del Centro Comercial Meridiano de Santa Cruz. Suelo utilizar este estacionamiento, además de por ser gratuito y tener varias plantas y muchas plazas, porque está cerca de algunos lugares que frecuento.

La primera vez que sentí esa angustia, venía de realizar varias gestiones en el Registro de la Propiedad, que estaba situado justo enfrente. Aparqué en la tercera planta y me fijé dónde dejé el coche, estaba seguro del lugar exacto, pero al ir a buscarlo me llevé la sorpresa de que no aparecía. Caminé y di vueltas durante un buen rato y no hubo forma de encontrarlo, así que cansado de patear y ya con una inquietud muy grande, abrí una puerta que decía salida y me embarqué a subir por unas escaleras, con tan mala suerte que la puerta tenía una de esas cerraduras que no te permiten volver a abrirla, por lo que, ahogado, llegué hasta la azotea, donde están los cines, tres plantas más arriba, y tuve que bajar por las escaleras mecánicas interiores hasta el puesto de información del centro. Solicité si había posibilidad de buscar el automóvil a través de las cámaras de vigilancia, pero me informaron de que el único medio para encontrarlo era que el personal te acompañara, como así hicieron. Después de un buen rato en que no aparecía, propusieron hacer el mismo seguimiento en otro planta, y allí estaba. Me emperré en que lo había aparcado en la tercera cuando fue en la segunda, y me costó más de una hora de desasosiego sin necesidad ninguna.

En otra ocasión me había citado con mi barbero de todo la vida, que tiene su establecimiento en la calle Calderón de la Barca. Era temprano y tenía que esperar hasta las nueve de la mañana que abriera, por lo que dejé el coche en la primera planta, muy cerca de la puerta de entrada de la avenida La Salle, sin fijarme bien en la plaza, pero memorizando la entrada por la que salía. Me fui a cortar el pelo y charlar con los clientes habituales. Mi amigo Luis lleva cortándome el pelo desde los sesenta, así que se pasa un buen rato con gente ocurrente y simpática con los que uno termina olvidándose de los problemas. Comenté en alto las andanzas de la última vez en ese aparcamiento, y más de uno me recomendó que tuviera cuidado, pues el lugar despistaba mucho y les había pasado lo mismo. Alegre y contento con mi pelado me voy a buscar el coche, y mi desconcierto total porque no estaba. Me recorrí toda la planta, me empezaron los sudores, otra vez con ansiedad, y decido bajar al segundo piso por si acaso. Allí estaba. Me prometí que no me volvería a suceder, pero está claro que el hombre es un animal que tropieza muchas veces con la misma piedra.

Y como no hay dos sin tres, me ha vuelto a suceder hace unos días. Tomé nota de la planta en la que estaba y vi claramente la cifra de la columna, pero después de un buen rato paseando a derecha e izquierda, me entra el pánico y no recuerdo ni la matrícula del coche. Qué mala es la vejez a veces. Con los nervios empiezo a apurarme y me entran hasta retortijones, así que me voy al baño, me echo agua en la cara, respiro hondo y me siento a tomar algo en una de las cafeterías para serenarme. Pienso, analizo, recuerdo y estoy completamente seguro de que aparqué en la segunda planta. Entonces encuentro a un señor con su placa de Carrefour y le cuento mi problema. Muy amable, me dice que no me ponga nervioso, que es fácil confundirse. Me acompaña hasta el ascensor, y al salir me esperaba un chico con una moto. No me centraba y le dije mal la matrícula, pero por suerte lo encontró. No soy el único, ocurre habitualmente. Entre una cosa y otra, hora y media sin rumbo en ese sótano. Ya no vuelvo a ese aparcamiento.

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