Apuesto que si saliera a la calle y realizara una encuesta sobre el hartazgo ciudadano acerca de las farragosas y reiterativas noticias sobre las negociaciones para la formación de Gobierno, la respuesta sería unánime. Por ello, de la misma manera que a mí me saturan, le debe de ocurrir lo mismo a la mayoría. Por tanto, allá los dirigentes y negociadores de los partidos políticos, en donde la gran mayoría lo que pretenden es su afianzamiento personal, y de paso lograr la gobernabilidad del mismo.

Dicho esto, pasemos a otro tema que me ha llamado la atención al inicio de esta semana. Al parecer, a un sicólogo de la universidad de Cardiff le han encargado un trabajo para determinar los días más tristes a los que se enfrenta el ser humano. Un efecto viral que viene condicionado por algunas variables, como la climatología desapacible, la carencia de empleo, la falta de dinero y la poca salud. Este "guiri", llamado Cliff Arnall, que debe de ser un gafe de mucho cuidado, ha presentado sus conclusiones y ha dicho que corresponden al lunes de la tercera semana de enero, sin consultar el mapa local del tiempo en Canarias. Pues mientras en la fría Albión y Europa se debaten entre la carencia solar y el frío de las lluvias y nevadas, aquí los agricultores sufren de jeitos en el cogote de tanto mirar al cielo para ver si va a llover, antes de agotar las pocas reservas de agua para los regadíos. Y mientras los europeos se disponen a palear la nieve para abrir las puertas de sus casas, aquí se ponen el biquini o el bañador para tostarse en una playa del sur insular, mientras se plantean qué disfraz más ligero ponerse para saltar a la calle y disfrutar los tradicionales Carnavales. Decididamente lo que hay que hacer es invitar al hijo de la Gran Bretaña a que acuda a las islas, para que se tome unos "güisquis" de garrafón, que son los habituales en los chiringuitos de fiesta, y entonces lo verá todo de color rosa, en vez de ese azul grisáceo que le ha dado por bautizar con el nombre de "blue monday". Aunque si les digo la verdad, el color azul es sinónimo de un cielo limpio y brillante, como lo es -todavía- el del planeta que nos contiene y retiene para que no caigamos al espacio infinito cuando este se da la vuelta. Dicho esto, me cisco yo en esa teoría tan absurda como inútil, porque cada ser humano interpreta sus signos vitales o emocionales como le vienen en gana, dependiendo de su estado de ánimo circunstancial sin tener que mirar el almanaque o la estadística. Y de la misma manera que repruebo la tristeza, hago lo mismo con la felicidad; a la que, por cierto, le han señalado también fecha, el 20 de marzo, y declararla como Día Internacional. ¡Vamos!, otra estupidez prefabricada, basada en conjeturas metidas en la coctelera de un ordenador, donde después de una enérgica agitación, se sirve a los incautos con una aceituna, guinda o paragüitas chino a modo de adorno.

Sabiendo de la condición humana, resulta prudente guardar para sí mismos estos estados de ánimo tan divergentes, porque cuando se es feliz y se pregona, surge el tradicional pecado capital de la envidia en boca de cualquier amargado, que no tarda en buscar defectos o rasgos falsos en dicha actitud risueña. Algo así como cuando alguien cargado de joyas transita ostentosamente por un barrio de pobres; lógicamente no esperará que le aplaudan. Acordémonos de la actitud de la folclórica Isabel Pantoja, cuando aconsejaba a su maromo, Julián Muñoz, a que sonriera y enseñara los dientes a la prensa rosa. Puestos en el lado contrario, no es práctico mostrar un estado de tristeza ante personas ajenas, porque estas se alegran y catalogan enseguida al sujeto en cuestión, pues nada necesita menos esfuerzo que estar triste. El reto es lo contrario, no hacer siempre lo que se quiere, sino querer siempre lo que se hace.

Volviendo a nuestro terreno local, el Carnaval es una opción de desahogo para quien la quiera disfrutar. Una situación que va cambiando en el ser humano, en función de sus gustos o apetencias, que para algunos son invariables, pero para otros suponen la búsqueda de otras alternativas, como el reencuentro familiar en descanso relajado junto al mar, o compartiendo una excursión por un monte; o viajando y conociendo otras culturas y tradiciones, si la economía lo permite. Dicho esto, al margen de la multiplicidad de gustos y opiniones, que cada uno disfrute como pueda y quiera estas fiestas, que no tienen que ser ni tristes ni felices por decreto, sino con entera libertad para escoger la mejor alternativa que nos apetezca. ¡Ah!, y cuidado con el alcohol y la carretera.

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