Siempre creí que los barberos estaban hechos de otra pasta. No aparecían en cromos, ni tampoco en los dibujos animados, pero yo tenía mi barbero favorito, aquel que era capaz de dejarme como un monje benedictino aludiendo al sagrado precepto de "este es el pelado que ahora está de moda".

Era un juglar de barrio, un instruido en la disciplina sociológica que otorga el hecho de estar casi 50 años formando perfiles a través del arte del corte y del afeitado. Era Julián la inspiración más elocuente de Gioacchino Rossini, heredero de la sátira de Jacinto Benavente y tan pícaro como los personajes marginales del "Lazarillo de Tormes". Aunque solo tenía 12 años, recuerdo que, mientras llenaba de espuma las barbas anárquicas, fumaba habanos como Camilo Cienfuegos al son de las canciones protesta de Víctor Jara.

El rito no solía variar a menos que la clientela se declarara en rebeldía: sentarse en la silla "eléctrica" que emulaba a la Old Sparky de Florida y jamás hablar de fútbol, tan solo dejarse seducir por la maquinilla Remington 60. Ahí estábamos, Manolo, de 50 años; Ovidio, de 60; Pedro, de 70, y yo, un mocoso que se enfrentaba cada tres semanas a las sesiones plenarias de un parlamento muy particular que tenía como estrado una barbería de 27 metros en una calle de Aguere.

En tono jocoso decían de él que sería el próximo alcalde ácrata de la ciudad, porque Julián era un tipo muy especial, tanto que se había propuesto aleccionar al respetable con las obras escogidas de Engels, Rosa Luxemburgo y Nadezhda Krupskaya. "Qué tío más raro", pensaba yo, con lo que me gustaba a mí y a mis colegas sexagenarios la puntuación que "Jornada Deportiva" le daba a Redondo, Toño y Pizzi.

Manolo Arlequín, amigo de Manuel Hermoso y firme defensor de ATI como la fuerza de Canarias, le pedía que me contara los ilustres que habían pasado por su barbería: "Yo le cortaba el pelo a Antonio Cubillo y, aunque no me crean, llegué a perfilar las patillas del mismísimo Winston Churchill en uno de sus viajes a Tenerife; incluso, me invitó a comer chicharros rellenos en una fonda de Santa Úrsula".

Me aseguraba que era capaz de saber la ideología del parroquiano por la manera de peinarse, dado que el uso excesivo de Patrico era ineludiblemente un voto de Alianza Popular. En cambio, el socialista marca de forma casi perfecta la distancia que separa la elegancia de la insolencia, mientras que el nacionalista se fija más en la línea del afeitado que en la melena. "No te olvides que el corte es el resultado de cómo luchamos por una sociedad más justa", me comentaba mientras miraba con rabia los cuatro pelos de mi bigote.

Todos crecimos, los de 60, los de 70 y yo; también Julián, mi barbero favorito, a quien perdí la pista desde que cerró su negocio hace ya algunos años por los caprichos del Ibex 35. Hoy en día es una pequeña cafetería, un rincón donde jamás hablaré de fútbol. Esa era la norma que nunca nos saltábamos en la casa de Julián.

@LuisfeblesC