No sé qué tiene el sol de octubre, pero nos ha regalado unos amaneceres maravillosos, impregnando de luz las calles y plazas de esta ciudad, las papeleras, las farolas y los anhelos de sus habitantes; alumbrando los atascos de tráfico, las prisas para llegar al trabajo y los corazones de quien se asombra y los contempla. Y tal vez, esta sea la mejor metáfora de la vida lograda: unir los destellos de lo infinito con la vida ordinaria. «¿No es en parte cualquier amor el arte de convertir lo cotidiano en extraordinario?», me escribía el buen filósofo y escritor David Cerdá, confirmando, además, su dictum, al unir a un mensaje corriente de twitter una reflexión sublime.

La mejor definición del romanticismo la ofreció el poeta alemán Novalis: «En la medida en que doy al sentido vulgar uno mejor, al aspecto cotidiano uno lleno de misterio, a lo conocido la dignidad de lo desconocido, a lo finito una apariencia infinita, en esa medida lo romantizo». Pero al transcurrir el tiempo se fue desplazando hacia lo excéntrico y se fue agrandando su yo hasta resultar monstruoso.

En consecuencia, para unir lo cotidiano y lo excelso se deben superar dos errores. El primero consiste en hipertrofiar el contenido de lo extraordinario y minimizar los elementos cotidianos. El filósofo español, Javier Gomá, ha denunciado este desajuste romántico que idealiza la extravagancia, en el que «todo el mundo se considera único, distinto y diferente. Por lo tanto, ninguna regla enunciada en el ejemplo de uno le es aplicable a los demás». Además, a ese yo inflado, ¿qué razones pueden resultar convincentes «para que haga propias las limitaciones inherentes a una civilizada vida en común renunciando a sus pulsiones antisociales, bárbaras en un sentido, pero suyas, auténticas y espontáneas?», de nuevo en palabras de Gomá.

Quizás convenga reproducir aquí un irónico verso de Enrique García-Maíquez: «Sensibles treintañeras, que algún día leáis mis versos encendidos (...) / sabed que yo los hice a una como vosotras / -idéntica- y que ella, sin embargo, / prefería, sin duda, / que pusiese la mesa y fregase los platos». O sea, que a veces el alimento que necesita el cariño no es tanto un alarde de romanticismo como el cuidado de sencillos detalles pequeños de servicio ordinario.

Pero también se da el riesgo inverso, la falta de interioridad, la rutina y el pragmatismo que solo mira lo material, incapaz de asombro alguno ante las experiencias ordinarias. Y esto supone el fin de ese brillo que se percibe en las cosas -cuando el corazón está educado-, y que tanto contribuye a que la vida se pueble de las alegrías y los gozos de los bienes interiores, tan necesarios para alimentar la ilusión por vivir.

Denunciaba Ortega y Gasset ya en 1927 que «al progreso intelectual ha acompañado un retroceso sentimental; a la cultura de la cabeza, una incultura cordial». Esto alimenta la existencia de auténticos analfabetos afectivos, de personajes atrapados en el ocio paupérrimo que no deja tiempo ni capacidad para atender a los bienes invisibles. No habrá tiempo para la lectura ni recogimiento que posibilite el asombro.

Un poema, ahora de Miguel d´Ors, une genialmente lo cotidiano y lo sublime y resume bien este artículo: cultivar el encanto de lo ordinario para vivir una vida humana profunda y, a la vez, corriente. «Y ahora hablaré de la maravillosa aspereza de tus manos cuando llegan a mi alma, directas, desde el Vim-Clorex, / hablaré del olor celeste a cebolla o sardinas que tiene a veces tu ternura, / de tus te quiero con estornudos, o con prisa o qué sueño, / de los cinco hijos que dan a cada gesto tuyo ese inmenso trasfondo de años y habitaciones y lágrimas y viajes, / ese inmenso trasfondo que tanto te embellece, / compañera de lunes, de martes, de heridas, de sonrisas, de aniversarios secretos, de Beethoven, / compañera».

@ivanciusL