Pienso en él con tal frecuencia que su estar ausente me pesa como el de otros a quienes conocí y quise por años. Don José María apareció en mi buzón con su alegre mirada y sus palabras precisas, una tarde por ahí de marzo del año 2009. Mi madre había muerto hacía seis meses y la pura presencia de alguien, con casi noventa años, entre los lectores de mi blog en El País, hizo que valiera escribirlo todos los días, con la asiduidad de quien escribe a cambio de un salario. Los blogs pagan con amigos y natural proximidad. ¿Qué mejor?

Don José María apareció con sus cartas numeradas y el diario recuento de su existencia como una luciérnaga inesperada. Todos los días me hacía un comentario y acompañaba lo mismo la reflexión sobre un tema raro, que una mañana frente al árbol de mi estudio que él imaginó tal cual es.

Pienso en don José María, llegando al hotel Palace, vestido como debe de ser para tomar algo en la célebre rotonda que tan buenos recuerdos le traía, y pienso en mí, que bajé con la facha de una turista irrespetuosa. El nudo Kent de su corbata era un desafío al desacierto con que yo me vestí esa mañana. "Es que antes, aquí, así se venía", dijo sin reproche, y por primera vez, más puesto en la evocación que en el presente. Quizás sobre sus muchas cualidades, la de vivir en el siglo XXI con la naturalidad de quien ha nacido en él, fue la que más me impresionó del hombre guapo al que conocí ese día. Estaba al tanto de todo, nunca se llamó a sí mismo viejo sino para jugar a ser el vendaval de pasiones con que lo calificó Juan Cruz. Pepe, se decía a sí mismo, y le hacía reír el don. De cualquier modo a mí me alegraba llamarlo de otro modo y quererlo como tantos otros. Porque don José María, lo sé de cierto, fue un hombre tan querido, que sigue siendo muy querido. Para mí fue, durante los pocos años en que disfruté su amistad, una cucharada de azúcar y esperanza. ¿Qué más motivos para vivir que un hombre empeñado en la vida a pesar de su edad? Sesenta años cumplí y él me llamaba niña, en los mensajes que a diario recibí durante muchos meses. Lo acompañé en la enfermedad de nena, en su lento hacerse al ánimo de que se había ido yendo. Lo acompañé a caminar por Madrid con no sé qué ingenieros italianos con los que mantenía serias pláticas de negocios. Lo acompañé a querer a su hijo y a penar a su nuera. Los domingos comía en su casa y en la noche volvía al correo con el recuento de los que habían comido y conversado. Lo acompañé, sin duda, a viajar por el diccionario de la RAE en pos de palabras que yo usaba de un modo y él de otro. Los dos teníamos razón y cuando descubría las nuevas acepciones de un vocablo, se divertía. Tortilla, por ejemplo, no entendía cómo es que hacíamos tacos con tortilla. Si la tortilla no se dobla y es gruesa. Encontró que también puede ser un pan de maíz, plano y flexible. Le daba risa.

No se da una cuenta de cuánto nos falta alguien sino hasta que se pone a recordarlo junto a otros. Y aquí en México sólo lo nombré frente a mi hermana, que es quien lo conoció y también lo quiso. Sin embargo, aún lo busco en el buzón y me duele no tenerlo cerca con sus historias y su certeza del futuro, como un ensalmo. No conozco nadie cuyo ejemplo de apego al presente me haya enseñado más. Yo tiendo a recordar, pero quiero saber hacerlo como él lo hacía, para darse cuenta del tamaño de riqueza que hubo en su vida, y dar testimonio de que vivir con plenitud concede el premio de no agotar la vida sino cuando la perdemos. Ni un minuto antes. Todo curiosidad y viento fue el escritor del libro que ahora nos reúne. Otra vez, las dos orillas, la de Canarias y la de México, encontrándose para celebrar. Bendito don José María que hasta cuando creemos que ya no está sigue estando con sus palabras como enigmas que se resuelven al ir quedando juntas. Un abrazo para todos, desde la sombra de este árbol, que tanto unió mi retiro, con su retiro, mi escritura con sus ojos, mi voz con su cuidado. Que la vida sea buena con nosotros, como buena y generosa supo verla él.

LA ESCRITORA DEL SENTIMIENTO Y DE LA VIDA

Ángeles Mastretta, mexicana de Pueblo, autora de "Arráncame la vida" y de "Mujeres de ojos grandes", es una de las grandes narradores en lengua castellana; su manera de ver la vida y de contarla son hijas del sentimiento y de la capacidad para mirar, con ternura y con apasionamiento, las historias de lo cotidiano, lo familiar, el sueño y lo sublime que hay en los espectáculos más sencillos de la familia, el amor y la amistad. Es, también, desgarrada como un hermoso corrido trágico, y sensual como un bolero. Su manera de contar tiene en este texto, que escribió como homenaje a su amigo el tinerfeño José María Segovia Cabrera, una muestra sencilla y hermosa de mostrar esas calidades cálidas de su prosa. El texto fue leído por el hijo de Segovia, el abogado José María Segovia, en el homenaje que le dedicó a su padre el Casino de Santa Cruz el pasado 27 de marzo, con motivo de la publicación del segundo tomo del libro que recoge las crónicas del ilustre colaborador de EL DÍA recientemente fallecido. Don José María Segovia, tinerfeño de Santa Cruz, fue un destacado colaborador de nuestro periódico e íntimo amigo de don José Rodríguez Ramírez, editor-director de EL DÍA, de cuyo fallecimiento se cumple un año el próximo 8 de abril. EL DÍA se honra en publicar hoy este hermoso texto de la gran escritora mexicana.