A día de hoy muchísima gente sabe quién es Brittany Maynard. Sin embargo, para ahorrarles una visita a Google les diré que hablamos de una joven estadounidense de 29 primaveras a quien le diagnosticaron, a principios de este año, un tumor cerebral incurable que acabaría con su vida al cabo de pocos meses. Decidida a no prolongar su agonía más allá de lo que ella misma considera necesario, Maynard decidió que se suicidaría el 1 de noviembre. Es decir, ayer; día en que España celebra la Fiesta de todos los santos. Según sus planes, hoy, 2 de noviembre y Día de los fieles difuntos, ya no estaría deambulando por este valle de lágrimas. Por eso ha aprovechado esta última semana para acudir con sus parientes más cercanos a visitar el cañón del Colorado y unir, según sus palabras, las cosas que más ama: su familia y la naturaleza.

Brittany Maynard podía haber hecho todo eso -suicidio asistido incluido- en perfecto silencio. Pienso que quitarse la vida, incluso en las extremas circunstancias de esta joven, es un acto de cobardía. Pero esa es mi opinión, no la suya. La suya la respeto aunque no la comparta. El caso es que lejos de un recogimiento propio para la reflexión interna, optó Maynard por hacer amplia apología de su proyecto de óbito voluntario y dio a conocer su situación e intenciones a través de las redes sociales. Al final, logró bastante más que los quince minutos de fama mundial pronosticados en su día por Andy Warhol para cualquier hijo de vecino en el futuro. ¿Pensaba ya Warhol en Facebook, Twitter y otras idioteces colectivas? Lástima que ya no podamos preguntárselo.

Todo iba según lo previsto por Maynard hasta que, cerca ya del 1 de noviembre, se le aflojaron las piernas. Alardes propagandísticos al margen, todavía media una diferencia abismal entre decir que se está cansado de esta vida y poner fin a ella de manera fehaciente. No sólo la muerte en sí misma, sino su mera cercanía impone más respeto de lo que solemos pensar. Si alguien lo duda, que se dé una vuelta por las prisiones en las que cientos de reos aguardan el fatídico día de la inyección letal: casi todos se han convertido en devotos lectores de la Biblia.

Sea como fuese Brittany Maynard ha decidido que su funeral puede esperar. "Si llega el 2 de noviembre y he muerto, espero que mi familia siga orgullosa de mí por las decisiones que he tomado", manifiesta en un vídeo colgado, como los anteriores, en la página web de la organización "Compassion&Choices". "Y si sigo viva, sé que seguiremos adelante como una familia por amor y que esta decisión llegará después". Lo que usted diga, señora.

Hace muchos años, ya décadas, tuve la suerte de hablar largo y tendido con un médico que había escrito un libro sobre bioética con la eutanasia como fondo. No la muerte asistida, que es la única opción posible en algunos países del mundo y en algún que otro estado de Estados Unidos, sino la eutanasia pura y dura. Un debate unido al no menos complicado asunto de si un médico debe decirle toda la verdad a su paciente en un caso de enfermedad incurable, incluso si el afectado le pide al galeno que lo haga. Desde mi punto de vista debería hacerlo, aunque no todos los médicos están de acuerdo con ese proceder. "Uno de mis enfermos se pegó un tiro en la cabeza dos horas después de decirle que tenía un cáncer de delicado tratamiento", me confesó un apesadumbrado oncólogo madrileño. "Desde ese momento pienso mucho lo que le digo a una persona con una enfermedad grave, por mucho que me lo pida".

En cierta ocasión, mientras asistía a un funeral en un tanatorio, vi a una señora de aspecto no muy culto dar alaridos de dolor ante la muerte de un pariente. No pertenecía al duelo al que acudía, pero sentí lástima por ella y por una sociedad tan centrada en el disfrute de lo material, que cualquier contratiempo deviene indefectiblemente en tragedia. La pérdida de un ser querido -la pérdida de la propia vida, que es lo más importante para nosotros aunque muchas veces no nos demos cuenta de ello- es un hecho grave ante todo por su irreversibilidad. En las películas malas sólo mueren los bandidos. En las no tan malas, a veces perecen también los buenos. Mas siempre resucitan en el siguiente filme. En la vida real sólo se muere una vez. Acaso por eso Brittany Maynard ha decidido esperar un poco. Máxime cuando no es la primera vez que se produce una curación calificable de milagrosa. Enfermedades a priori incurables que revierten de forma inexplicable sin que los médicos entiendan por qué. Seguro que hay una explicación científica para ello, aunque todavía nadie haya dado con ella.

La conclusión final de todo esto es que vale más un día de vida menesterosa que un deceso con todo el boato del mundo, incluida una desmesurada atención mediática. La vida es un fenómeno maravilloso y frágil. Demasiado fugaz -apenas un destello entre dos noches eternas, como dijo alguien acertadamente- para que nos la tomemos demasiado en serio, pero también un acontecimiento bastante hermoso, aun en sus más desalentadores momentos, para que lo despreciemos con esa indolencia que se ha extendido como una mala metástasis por un cuerpo social esencialmente frívolo.

En conclusión, Brittany Maynard tendrá cuando le toque o cuando ella lo decida una muerte mediática, pero no el final heroico que pretenden quienes la apoyan en la sempiterna cruzada a favor de la eutanasia. Un circo siempre será un circo; un espectáculo respetable pero en modo alguno serio. Por eso los países católicos siguen celebrando la Fiesta de todos los santos y el Día de difuntos. La payasada del Halloween se deja para los incapaces de mirar cara a cara al suceso más importante de nuestra vida después del nacimiento; para los que piensan que es lo mismo anunciar un suicidio que suicidarse.

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