Mis principales héroes son los médicos. Viví mi infancia pendiente de ellos y mi gratitud hacia su capacidad de vela es infinita. Por mi casa, en la orilla del barranco San Felipe, en el Puerto de la Cruz, los vi pasar a cualquier hora, a calmar al chico asmático que era (y sigo siéndolo) entonces. Llegaron don Julio Espinosa, don Luis Espinosa, don Celestino Cobiella (sobre todo don Celestino Cobiella), don Emilio Luque... Todos los médicos eran don, seres que pasaban de pronto y de pronto dejaban atrás la sensación de una cura. Luego hubo muchos otros médicos, entre los cuales singularizo a dos tinerfeños ilustres y desaparecidos, para desgracia de los que los admiramos tanto. Eran José Toledo y Alberto de Armas (dos grandes don a los que no traté de usted), inolvidables seres humanos que se desvivían por los demás hasta extremos del sacrificio. Sin esperar a cambio nada sino una sonrisa, un golpe en el hombro, un abrazo.

A este respecto recuerdo ahora otra vez una anécdota que ocurrió en torno a Alberto de Armas y que en cierto modo refleja la relación de los enfermos y de los amigos con él y con Toledo. Una señora mayor iba todos los años a casa de Alberto con un bizcocho, que dejaba sin decir nada más. Un día Delia, la esposa del doctor, médico desde joven en el Instituto de Enfermedades del Tórax, junto al Hospital General, le preguntó a esta señora del obsequio por qué cada año le hacía este regalo a su marido si éste no recordaba que ella fuera paciente suya. La señora le explicó a la admirable Delia que en efecto jamás la había tratado, pero que en una ocasión, cuando ella había sido desahuciado por otros doctores del mismo establecimiento aquel joven doctor, Alberto de Armas, la había saludado en el pasillo, había calmado su llanto y, con su habitual bonhomía, con aquella alegría que era a la vez una manera de abrazar, le dijo:

-Señora, no se preocupe; ya verá como usted se pone bien.

Según aquella paciente que se curó, aquel ánimo del médico joven fue la señal de su recuperación, que en efecto se produjo.

He recordado ahora esta admiración irrestricta que siento por los médicos porque estos días, de vuelta a Madrid, me encontré con un médico muy especial, Óscar Soto, el último médico de Salvador Allende, que además fue muy buen amigo de su colega José Toledo. Soto vive en España desde que Augusto Pinochet acabó con la democracia chilena; él estaba en La Moneda cuando se produjeron los ataques de la Fuerza Aérea chilena, el 11 de septiembre de 1973. En el transcurso de esos ataques, Allende, que había hecho una animosa y valiente alocución mientras se producían los bombardeos, decidió suicidarse. Soto y algunos amigos (entre ellos, Nancy Julien, diplomática, ahora esposa del escritor y diplomático sueco Peter Landelius) pudieron escapar de la matanza que hubo luego y finalmente de las amenazas sin restricción ni límite del sanguinario dictador que tomó el poder en Chile.

Vivió Soto un momento impresionante de su vida y de muchas vidas; en la lejanía canaria nosotros vivimos aquella suplantación violenta del poder en Chile como un desgarro; recuerdo algunas noches, al final del franquismo, cuando aquel faro que fue Allende para tantos nos hacía soñar a Elfidio Alonso y a mi, en la alta madrugada, con un hipotético viaje definitivo al Chile que arrojaba la luz que luego fue cortada de cuajo. Soto me contó algunos de aquellos momentos finales, su emoción, muchos años después, cuando, como médico y como amigo, asistió a la exhumación del cadáver, para certificar la naturaleza verdadera de su suicidio. Estaba, me dijo, hace un año, en esa ceremonia impresionante, con la hija del presidente depuesto con tanta saña, Isabel Allende, y me explicó detalles escalofriantes de ese momento inolvidable.

Me contó también Soto algunas anécdotas de aquella relación médico-paciente, que era además peculiar. Allende era médico; tratar a otro médico es un lío, así que le tuvo que hacer jurar que le haría caso. Luego fueron amigos, muy amigos, y Soto ha escrito ahora sus recuerdos con Allende, que presenta estos días en Chile, con Isabel Allende precisamente. Le conté a Soto por qué admiro tanto a los médicos, entre los cuales él hace rato que ocupa un lugar muy grande.