La sucesión del rey, tras su abdicación, no ha transcurrido con la normalidad que presidió las de la reina Guillermina de Holanda y el rey Alberto de Bélgica, países que no considero más importantes que España pero sí con más tradición democrática, con monarquías en las que las sombras, con ser importantes, no han apagado las luces ni los errores empañado los aciertos. Y sombras y errores han tenido muchos, como en cualquier trayectoria personal o institucional.

A toro pasado, me atrevo a manifestar que el actual Gobierno no ha hecho las cosas acertadamente. Cierto que en la Constitución del 78, el Título II, dedicado a la Corona, se centra más en la figura del rey como jefe del Estado y, en particular, de don Juan Carlos I de Borbón, figura inviolable con la que comienza la cadena sucesoria, dejando para una artículo final -el 57.5- la abdicación y la renuncia al trono y remitiéndolas, como eventualidades, a una ley orgánica que resuelva cualquier duda de hecho o de derecho.

Cierto también que nadie pensó en esta ley orgánica hasta que don Juan Carlos anunciara el 2 de junio, sorpresivamente, su decisión de abdicar en su hijo, el Príncipe de Asturias, príncipe heredero, preparado, según su padre y la opinión pública, para asumir las responsabilidades que la Jefatura del Estado conlleva.

Y cierto también -al menos para mí que, ni por asomo, me considero un constitucionalista- que, con este andamiaje, el señor Rajoy complicó innecesariamente el trámite de la sucesión al Trono, que según la Constitución vigente es inequívoca y automática, sin que ninguna institución, ni siquiera las Cortes, pueda rechazarla.

Y habiendo sido él el primer destinatario de la decisión real, lo procedente, en mi opinión, hubiera sido limitarse a trasladar el escrito del rey al Congreso, proponiendo, a mayor abundamiento y sin que fuera necesaria, una ley orgánica con el escrito real como preámbulo y un contenido muy sucinto: Se acepta la voluntad de don Juan Carlos, se proclama rey de España a su legítimo sucesor don Felipe, se propone el tratamiento que corresponda a don Juan Carlos y a doña Sofía a partir del momento que sea efectivo el traspaso de la Corona con el correspondiente aforamiento y la ley será efectiva al día siguiente de su publicación en el BOE.

Lo lógico es que a esto siguiera un acto de presentación del nuevo rey ante el pleno de las Cortes sin ser parte de la Ley Orgánica y sin complejos ni concesiones a propuestas que podrían ser inconstitucionales -Rosa Díez, en el Congreso, y algunos legisladores y magistrados lo han dicho públicamente- ni restricciones protocolarias .

Y, a partir de esta transición simple y pacífica, que se debata todo lo debatible, como hicimos los de nuestra generación, con más limitaciones y temores que en estos momentos. Un debate que puede concluir en una reforma de la Constitución que ha cumplido con creces su papel, pero que puede significar, y de hecho -al menos aparentemente- significa muy poco para las generaciones actuales, que después de haber tenido una infancia más fácil que la que tuvimos nosotros viven como adultos con muchas carencias y, hay que decirlo sin pelos en la lengua, con una manifiesta incultura acerca de nuestros pasados demonios. Y, sobre todo, pretendiendo desentenderse de los compromisos adquiridos por sus paisanos hace cuarenta años, como si lo válido fuera proponer, continuamente, un borrón y cuenta nueva.

Reforma que habrá que hacer de forma calmada y no revolucionaria, que ya sabemos cómo acaban todos estos procesos, y de acuerdo con las previsiones contenidas en la propia Constitución. Y puede que sin prisa, pero también sin pausa. Afortunadamente, estas previsiones han evitado que se produjera un vacío de poder y debemos incorporarnos, de una vez por todas, a modos y maneras de los países de nuestro entorno que, que de forma destacada, cuentan entre los más avanzados y estables de todo el planeta y que pueden -y deben- servirnos de ejemplo.

O sea, como la primera, una segunda Transición, que ya va siendo hora de que aprendamos a vivir y a convivir sin continuos sobresaltos ni amenazas ni acusaciones de inmovilismo. Se hace camino al andar y el debate, entiendo yo, no debe ser entre monarquía o república, sino entre democracia, como en las monarquías europeas, o dictadura, como en repúblicas que no se requiere nombrar.