Hubo una época en la que a Inglaterra -escribo Inglaterra a conciencia en vez de Gran Bretaña o Reino Unido- le bastaba con enviar su flota a cualquier lugar del mundo en el que peligraran sus intereses para que los insumisos a su autoridad se acojonaran. Lo hizo con Alemania (con los llamados imperios centrales en general) antes de la Primera Guerra Mundial y hasta llegó a atemorizar a itler en el transcurso de la Segunda, pues tras el hundimiento del "Bismark" el führer ordenó tajantemente evitar cualquier enfrentamiento con la Royal Navy en el que participaran unidades de superficie; los submarinos sí podían seguir haciendo de las suyas. Eran los tiempos del imperio británico, cuando todo un subcontinente como lo es la India estaba sometido a los caprichos de su graciosa majestad y de sus súbditos. Tiempos pretéritos aunque -la nostalgia suele ser así- los ingleses, que no los británicos, siguen sin quererlo admitir. Exactamente la misma manía que exhiben por la persistencia de un tratado -el de Utrecht- firmado hace nada menos que 300 años en circunstancias muy diferentes a las que rigen en la Europa de nuestros días. Algo ridículo o directamente grotesco no solo por lo que tiene de burdo ardid para justificar la única colonia en Europa -y una de las pocas que le quedan al viejo y desdentado león inglés, entre ellas las Malvinas-, sino porque en los últimos tres siglos Inglaterra se ha pasado por el arco de triunfo un incontable número de acuerdos, muchísimos de ellos firmados con más solemnidad que el de Utrecht. Por ejemplo, el de su adhesión a la Unión Europea, que cuestiona a su antojo cuando, simplemente, peligran los negocios financieros de la City londinense. Una forma moderna de piratería pues estamos hablando de un país, no lo olvidemos, que siempre ha fomentado la rapiña en los mares con la misma asiduidad que en tierra firme. Piratas que antes se refugiaban en la isla de Contadora y otros nidos de bucaneros y ahora, porque los tiempos cambian, lo hacen en ese paraíso fiscal llamado Gibraltar.

Esta es la historia y no hay más. Una historia, empezando por la firma de Utrecht, en la que España ha hecho gala de sus más floridas cobardías. Un país al que hicieron grande los Austrias y con el que han ido acabando, sin prisas históricas pero tampoco sin pausas, los borbones con la excepción del actual monarca; dicho sea no para suavizar la crítica sino porque es verdad. Cobardías y concesiones que alcanzaron su cenit con Miguel Ángel Moratinos en el cargo de ministro de Exteriores. asta Zapatero se alarmó tanto de sus disparates que no tuvo más remedio que cesarlo. Ahora quieren los socialistas que el asunto se resuelva en el seno de la UE "sin aventuras". A buenas horas.

Desconozco si los "britis", como los denomina un apreciado lector de estos artículos, han pedido permiso a sus primos los gringos antes de enviarnos a la Royal Navy para meternos el miedo en el cuerpo. De no ser así, les convendría ir llamando a Obama no vaya a ser que desde Washington les den una nalgada y los manden de vuelta a casa, como les ocurrió en Suez un ya lejano día de 1956. Y es que algunas vetustas glorias siguen sin enterarse de que el mundo ya no les pertenece. Suponiendo que alguna vez les haya pertenecido, claro.

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