Los que hemos nacido en estas islas estamos familiarizados con el olor del gofio: lo consumimos con la leche del desayuno, con el potaje, cazuela, escaldones y pucheros de los almuerzos; eso por no hablar del amasado en zurrón y de sus diferentes formas en la repostería. El gofio ha sido alimento de pobres y ricos durante generaciones, pero hoy en día el de calidad, el hecho con cereales de la tierra, es un bien escaso. Poco a poco se han ido cerrando los molinos que estaban habitados por los hombres de blanco, aprendices o maestros en el arte de seleccionar, tostar, mezclar y moler el grano, siempre a petición de la clientela, la cual -en bolsas de plástico o en sus propios sacos de tela- se llevaba mensualmente cuatro o cinco kilos para el consumo familiar, guardándolo en las célebres latas o cacharras para el gofio.

Podía pedirse de millo, de trigo, de mezcla, de garbanzos, más o menos tostado..., e incluso los que tuvimos la suerte de nacer en una familia con tierras consumimos la harina de los cereales propios, quedándose una parte del grano el dueño del molino. Los más pequeños -si le caíamos bien al que despachaba- recibíamos un puñado de trigo tostado, una golosina natural hecha de perlas en color ocre que dejaba caer el susodicho, poco a poco, dentro de un cucurucho de papel áspero. Era todo un ritual.

Un día, sin saber el cómo o el porqué, empezaron a cerrar los molinos y el gofio pasó a comprarse en las ventas, en los supermercados, a granel o envasado. Los mayores hablaban de que no se sembraba suficiente cereal, que si tantas medidas sanitarias hacían difícil que te molieran tu grano, que el trabajo del tueste y la molienda no daban para vivir... y llegaron entonces cajas multicolores de cereales endulzados y de procedencias varias a los supermercados, con vitaminas añadidas, conservantes y colorantes, básicamente para el turismo que nos visitaba y, como todo lo que es moda, desplazó en la despensa a la cacharra del gofio.

Hay tantas historias con el gofio... desde los que subsistieron gracias al que se hizo con el millo podrido que mandaba Perón de Argentina, a esos otros que con una "pella" y un plátano se pasaban el día, de sol a sol, picando en las pedreras. Eran tiempos difíciles -casi como los de ahora-, y había hambre -también casi como ahora-, pero pese a esta necesidad dada por las cifras del paro y por la cantidad de gente que frecuenta los servicios sociales de los ayuntamientos y las ONG, haciendo cola -como en la época del racionamiento-, insisto, pese a todo ello, hay muchos terrenos abandonados que bien podrían dedicarse a cultivar trigo, sobre todo si tenemos en cuenta que lo que se llama gofio canario está hecho con cereales de Francia o Argentina. Dicen que no se planta por su baja rentabilidad y que los pocos agricultores que tenemos maltratan la tierra al no rotar los cultivos, la dejan sin nutrientes, sin darse cuenta de que los cereales le permitirán un descanso al tiempo que la enriquecen.

Hace unos días, al interesarme por este tema, por la marca que creó el Cabildo de Tenerife para garantizar la calidad del gofio que se comercializa en la isla, descubrí que en el barranco de Ruiz -en mi querido San Juan de la Rambla- se ha recuperado el antiguo molino de agua, uno de los pocos que existen y funcionan en Canarias, y que alrededor del molino se ha plantado trigo, con semillas autóctonas que ya están brotando. Todo un parque temático que se está gestando de la mano de ACETE (Asociación de Cereales de Tenerife), que preside Andrés de Souza, ese gallego-argentino-canario- inquieto y culto, que se ha propuesto revitalizar la plantación cerealista en la isla de Tenerife. Tan avanzado está el proyecto que ya tienen sede en la Casa de Piedra, en San Juan de la Rambla, cedida por el ayuntamiento de la localidad.