PARA quienes hemos estado toda la vida al frente de empresas privadas, que han tenido que racionalizar sus inversiones en función de los beneficios generados, nos parecen de lo más absurdas las discusiones que se han producido a tenor de la reciente modificación de la Constitución. Eso de que las diferentes administraciones del Estado no podrán endeudarse sino hasta un techo que el texto por excelencia establecerá les resulta a muchos fuera de lugar. Prefieren continuar administrando los impuestos que cobran a los ciudadanos como hasta ahora -o sea, como ellos quieran-, y si el erario escasea, pues, hala, se pide un crédito y resuelto el problema; ya se encargarán de pagarlo los que vengan después, pero yo pasaré a la posteridad como un tipo cojonudo que dejé mi huella en el municipio o la comunidad autónoma que me tocó gestionar; aparte -como a menudo parece que ha venido ocurriendo-, me he beneficiado de alguna manera por mi gestión.

Si a todos estos cargos electos por los contribuyentes les hubiese tocado llevar a cabo su labor como si su departamento -concejalía, consejería, dirección general...- fuera una empresa privada, mal balance podrían ofrecer al terminar el ejercicio económico. Lo triste del caso es que con ellos no se puede actuar como hacen los equipos de fútbol con sus entrenadores -a la calle si los resultados no son los esperados-, pues los cargos tienen su caducidad -y sus sueldos- y se aferran a ellos como un náufrago a un tablón. He leído a varios articulistas que apuntan la idea de que los elegidos se responsabilicen con sus patrimonios de las deudas que ocasionen su mala gestión, pero eso sí que me parece un disparate: nadie querría que su nombre apareciera en una lista electoral, y esto por razones obvias.

Dicho lo anterior resulta claro que el Gobierno central tenía que actuar con la mayor rapidez para evitar que esta situación se perpetuara; más aún siendo él el principal responsable de que las arcas públicas comiencen a llenarse de telarañas al no haber sobrantes en ellas. Sin embargo, siendo la medida tomada por el Congreso de los Diputados la más apropiada, no me fío yo mucho de su efectividad, pues siempre existirá el peligro de que, por ejemplo, un concejal "sabidillo", por razones espurias, subvencione algo -o a alguien- que a él particularmente le interese. Claro que a esto se podrá decir que tendrá su presupuesto y que no podrá sobrepasarlo, pero si lo hace ¿qué le sucederá? Pues... nada. Estaremos como al principio, o sea impunidad absoluta para los que han incumplido lo establecido en los presupuestos de la administración en cuestión, a la cual el Estado se encargará de sancionar -repito, a ella y no al edil transgresor- con los medios que tiene a su alcance.

Claro está que quienes redactan las leyes suelen conocer la idiosincrasia de sus administrados, y por eso han creado la figura de los interventores -incluso, en algunos casos, no se nombra a uno solo sino a dos, quizá temiendo que si el interventor es único su informe pueda no ser fiable-, cuya misión es autorizar y fiscalizar ciertas operaciones para asegurar su corrección; o sea, que se ajusta a la ley. Su informe es, debe ser, vinculante, y si cualquier organismo de la Administración acomete un gasto, por pequeño que sea, que no esté contemplado en el presupuesto aprobado para el ejercicio económico, la actuación judicial tendría que ser inmediata. De nada sirve que tres o cuatro años después, a causa de la acumulación de trabajo en los juzgados, se dicte sentencia estableciendo que aquel gasto no debió realizarse. Muerto el perro se acabó la rabia, porque en muchos casos el autor del desaguisado no desempeña ya su cargo.

También la solución del interventor omnipotente tiene, no obstante, sus inconvenientes, siendo quizá el principal la posibilidad de que pongan trabas y cortapisas, a veces sin razón, como pueden ser su enemistad con un político o sus diferencias de criterio con un partido de ideología distinta a la suya. Sean cuales sean las desviaciones que en uno u otro sentido puedan producirse, creo que lo mejor sería -ya lo dije antes- la inmediata actuación de la justicia. Un interventor que ve cómo su dictamen sobre un asunto no es tenido en cuenta debería denunciarlo de inmediato y no encogerse de hombros para advertir, años después, eso de "yo lo dije pero no me hicieron caso".

Por último, aunque por experiencia sé que es muy difícil llevarlo a cabo, los técnicos de las administraciones es preciso que sean más rigurosos a la hora de calcular el coste de las obras que se subastan o sacan a concurso. Resulta inadmisible que se adjudique una obra a una contrata que, al cabo de algún tiempo, presenta un expediente de revisión de precios. Esto podría admitirse en una cimentación por que a priori no se sabe la clase de terreno que se va a encontrar, pero de ninguna manera en unidades de obra vista: si el contratista dio un precio para ejecutarla, su obligación era proveer los medios necesarios para ajustarse a él.