NADA nos impide imaginar el inicio de la ciencia como un acontecimiento vinculado al nacimiento de la agricultura. Sabido es que nuestros ancestros -aquellos homínidos aun no tan sapiens- subsistían a duras penas como cazadores y recolectores. Un día, o más bien a lo largo de muchos días, meses y hasta años, pese a que los conceptos de mes y de año eran difusos, o no existían, en aquellas mentes primitivas, alguien descubrió que ciertas plantas útiles como alimento podían cultivarse y disponer de ellas sin necesidad de ir a buscarlas a lugares alejados del poblado -o de la cueva-, con el riesgo de que una fiera diese cuenta del osado explorador. Para recoger bayas silvestres y para cazar había que madrugar y afanarse toda la jornada, pues al tratarse de actividades con resultado incierto se podía encontrar la presa a primera hora de la mañana, muy entrada la tarde o incluso llegar a la noche sin nada que llevarse a la boca. La agricultura, empero, amén de un incipiente pastoreo, aseguraban el sustento si no de una forma absoluta -las cosechas podían perderse, y a día de hoy se siguen perdiendo- sí al menos con bastante regularidad para no depender tanto del azar. Una circunstancia que suponía, como beneficio colateral, disponer de más tiempo libre. Tiempo, por ejemplo, para que los más inteligentes pudiesen observar los ciclos de la naturaleza y advertir, entre otros detalles nada superfluos, que el sol no sale todos los días por el mismo punto del horizonte. Así se llegó al concepto de año. Un período formado por meses secos y húmedos -alguien también había observado la Luna y adquirido, igualmente, la noción de mes-, más propicios unos que otros para sembrar con el máximo aprovechamiento. Así, lo que comenzó como un mero afán de satisfacer la curiosidad de unas pocas mentes inquietas, se reveló pronto como una herramienta muy útil para llenar los graneros con menos esfuerzo y en menos tiempo. Tiempo extra que algunos utilizaron no para tomarse una cerveza en el bareto de la esquina, sino para seguir indagando los secretos de la naturaleza. Así se aceleró el proceso y llegamos, algunos milenios más tarde, a la vertiginosa sapiencia de nuestros días. Una época, la actual, en la que se cuentan por millones -nunca hubo tantos- quienes han hecho de la ciencia su modus vivendi en todo el mundo. Días en los que nadie cuestiona la importancia de investigar, incluso en esa llamada ciencia pura que, aparentemente, carece de aplicaciones inmediatas. Al menos hasta que llegó la crisis y mandó parar.

Sobrecogen las noticias sobre investigadores, fundamentalmente jóvenes, que se han quedado en paro de la noche a la mañana. Es una injusticia suprimir las becas de investigación sin que se recorten los intocables sueldos de los políticos, si bien con eso ya contamos. Sinrazón que no me impide formularme una pregunta quizá indecorosa: ¿cuántos de esa miríada de investigadores son descendientes vocacionales de aquellos "sapiens" primitivos que sacrificaban el sueño de sus noches para comprender el deambular de los astros, a sabiendas de que al día siguiente deberían doblar la espalda en el sembrado como el resto de la tribu, y cuántos, en cambio, son "científicos de carrera" agarrados a un sueldo público como quien se acoge a una plaza de bedel para toda la vida?